Redacción (Jueves, 06-06-2019, Gaudium Press) ¿Estaría todo cristiano llamado al martirio? Pues bien, si todo cristiano es llamado a imitar a Cristo, y considerando el martirio la forma más perfecta de imitación, ¿estarían todos los cristianos destinados al martirio?
Para responder a esa pregunta vale recordar de antemano que no todos los santos fueron mártires, pero no por eso dejaron de seguir perfectamente a Jesús. Por otro lado, si el martirio es considerado en sentido lato, esto es, comprendiendo los sufrimientos personales ofrecidos por Dios o la Iglesia, ¿no habría en ese caso una vocación universal para el martirio? Veamos.
Primeramente, cumple considerar que, en condiciones análogas, el sufrimiento interior es más intenso que los dolores corporales. De ahí imprecar el Eclesiástico (25,13): ¡»Cualquier herida, menos la del corazón»! Con efecto, en la Pasión de Jesús, más que cargar la Cruz en la espalda «eran nuestras enfermedades que él llevaba sobre sí, nuestros dolores que él cargaba» (Is 53,4).
Las aflicciones de su alma eran, por tanto, mucho más lacerantes que los tormentos físicos. O mejor, todos ellos tenían una dimensión sobrenatural y no había dolor semejante a su dolor (cf. Lm 1,12). En esa perspectiva, María Santísima puede ser considerada, a justo título, la primera mártir de Cristo, al unirse espiritualmente a todos sus padecimientos.
Y aquí la profecía de Simeón se cumplía literalmente: la cruz de Jesús se tornaba gladio en el alma flagelada de la Virgen (cf. Lc 2,35), realizándose en ella un verdadero martirio espiritual.
En ese sentido, ¿no existiría también una especie de imitatio Mariae por parte de los cristianos?
Sin duda, y dependiendo de la intención y su dimensión, los dolores ofrecidos y elevados por medio de ese tipo de imitación pueden ser hasta incluso más meritorios que el propio martirio stricto sensu.
He aquí un bello aspecto de la imitación de Cristo, esto es, aquel realizado por medio de la imitación de María. De cualquier forma, Jesús no «pasó haciendo el bien» (At 10,38) por ofrecer una vida regalada o por proponer la maximización de placeres; antes, el núcleo de su mensaje incluía la renuncia y el sacrificio: «Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24).
La muerte de Jesús en el madero – sustenta Santo Tomás – tuvo, entre otras razones, una función pedagógica, o sea, para servirnos de modelo, pues «en la Cruz – elucida el Aquinate – no falta ningún ejemplo de virtud».
Pues bien, ¿eso significa que todo placer debe ser rechazado y todo sufrimiento deseado?
En realidad, la clave de respuesta se encuentra en la intención. Los deleites son hasta necesarios para el reposo del alma, desde que conformes a la naturaleza, según una recta disposición y bajo la vigilancia de la templanza. Por otro lado, el propio sufrimiento es condición implacable de nuestra naturaleza decaída y contingente.
Leer también primera parte: El Cristiano es otro Cristo sufriente
No es posible, por tanto, parar de sufrir, como prometen algunos… En realidad, se soporta el sufrimiento. Y eso es apenas posible no huyendo de la cruz, sino, paradójicamente, en la propia imitación de Cristo Sufriente: «Nadie de entre vosotros quiera sufrir como asesino y ladrón, o malhechor o como delator, sino, se sufre como cristiano, no se avergüence, antes glorifique a Dios por ese nombre» (I Pd 4,15-16).
Todos los cristianos son llamados, de alguna forma, a este tipo de martirio, «pues os fue concedida, en relación a Cristo, la gracia no solo de creer en él, sino también de por él sufrir» (Fl 1,29). Pero… ¿cómo hablar de martirio en pleno siglo XXI? Al contrario de las apariencias, la Iglesia hoy es más perseguida que cualquier otra época histórica.
Todos los días, millares de cristianos son muertos, encarcelados o torturados por odio a su fe.
Alguien podría objetar: pero esto está reservado para una minoría. No, entretanto, en lo que dice respecto al martirio espiritual. Cada fiel más temprano o más tarde afrontará esa tipología de sacrificio a lo largo de su vida. Tal vez no invitado, como en el pasado, a ofrecer incienso a estatuas paganas, pero sí a tantos ídolos post-modernos.
Tal vez no acosado por leones de verdad, sino perseguido por aquellos que rugen contra la religión. Tal vez no apedreado como San Esteban, pero bombardeado de ignominias por defender la verdad. Cuando el cristiano ofrece esos y otros tormentos por amor a Cristo, también hoy participa de sus sufrimientos (cf. Fl 3,10, I Pd 4,13), es crucificado junto con Él (cf. Gl 2,19) y, en suma, se sufre por causa de la justicia, se torna bienaventurado (cf. I Pd 3,14). En otros términos, sigue e imita verdaderamente a Cristo. Luego, es santo en sentido pleno.
A imitación de Cristo Sufriente
Cabe advertir, por último, que no es posible comprender de modo cabal el significado de los sufrimientos. Se trata, en último análisis, de un misterio. Sin embargo, se debe confiar que, a pesar de todo, el yugo divino es siempre suave y la carga ligera (cf. Mt 11,30). La razón es que Dios es el autor tanto del peso en la espalda como de su propio sustento (conforme el proverbio: «Deus qui ponit pondus supponit manum»).
Así, incluso los más intricados infortunios de un miembro del Cuerpo Místico de Cristo poseen un sentido transcendente, aunque en una perspectiva escatológica. Al final, siempre «Dios coopera en todo para el bien de aquellos que lo aman» (Rm 8,28).
Todavía en ese sentido, Jesús se sirve de modelo: cuando todo parecía perdido, cuando la tierra se hacía tinieblas por el mayor de todos los dolores – la Crucifixión -, todo eso en realidad compraba la mayor ventura para el género humano, la Redención. De ahí San Santiago exhortar en su epístola: «Tened por motivo de gran alegría el ser sometido a múltiples probaciones, pues sabéis que vuestra fe, bien probada, lleva a la perseverancia; pero es preciso que la perseverancia produzca una obra perfecta, a fin de que seáis perfectos e íntegros sin ninguna deficiencia» (Tg 1,2-4).
Queda claro, una vez más, que la cumbre de la vida cristiana se alcanza a través de la expiación por Cristo Crucificado. Con los ojos fijos en Él – o sea, en la contemplación – todos los dolores son como si no fuesen.
En último análisis, así como no hay vida sin lucha (Job 7,1), así tampoco hay auténtica vida cristiana sin imitación de Cristo Sufriente. Para los embates hodiernos, cabe confiar que Jesús, presto a entrar en su Pasión, nos repite además aquellas sublimes palabras del Evangelio: «En el mundo tendréis tribulaciones, pero tened coraje: ¡yo vencí el mundo!» (Jn 16,33).
Por el Padre Felipe de Azevedo Ramos, EP
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15. Cf. S. Th., III, q. 46, a. 4, co.
16. São Tomás de Aquino. In Symbolum Apostolorum, a. 4.
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