Redacción (Viernes, 21-06-2019, Gaudium Press) En una bella y soleada mañana del año 750, las campanas tocaron alegres, llamando a los habitantes de la pequeña ciudad de Lanciano, en Italia, para la Misa en la iglesia.
El celebrante, sin embargo, un Monge de la orden de San Basilio, no participaba de la alegría general.
Hacía ya algún tiempo que él se sentía asaltado por una fuerte tentación que llenaba su alma con una gran tristeza y una terrible duda:
-¿Estaría Nuestro Señor Jesucristo real y substancialmente presente en la Sagrada Eucaristía?
El pobre Monge rezaba constantemente. Sus preces persistentes eran siempre una súplica a Dios Nuestro Señor para que fuese reavivada su certeza y reavivada su Fe.
Pero, la terrible tentación lo asaltaba sin cesar y sus pensamientos persistían llenos de dudas:
-¿Estaría Nuestro Señor Jesucristo real y substancialmente presente en la Sagrada Eucaristía?
La celebración del Santo Sacrificio de la Misa pasó a ser para el Monge una fuente de tormentos, de grandes sufrimientos. Durante la Misa, especialmente en el momento de la consagración, las tentaciones se tornaban mayores y los tormentos de la duda lo asolaban con más intensidad.
¡Esto es Mi Cuerpo! – ¡Esta es Mi Sangre!
Un día, mientras celebraba, en la hora de la Consagración, él pronunció claramente, como siempre lo hacía, las solemnes palabras:
«Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros»… «Este es el cáliz de mi Sangre»…
Luego en seguida él se detuvo asaltado por la violenta incerteza:
-¿Estará realmente Nuestro Señor Jesucristo presente bajo la apariencia de ese minúsculo pedazo de pan y de esas pocas gotas de vino?
Fue en ese instante que el Monge, admirado, vio la blanca hostia transformarse en un pedazo de carne y el vino tornarse en sangre real que se coaguló y se dividió en cinco fragmentos de forma irregular y de tamaños diferentes.
Alegría de alma, enorme felicidad
Claro está que él quedó lleno de asombro, muy asustado con lo que veía y no entendía. Pero, su espanto dio lugar a una alegría profunda de alma y lo llenó de felicidad.
El ahora feliz Monge permaneció durante cierto tiempo como que en éxtasis. Después, derramando lágrimas de gratitud, se volvió hacia los fieles y exclamó:
-¡Bendito sea Dios que, para destruir mi incredulidad, quiso manifestarse en este Santísimo Sacramento y tornarse visible a nuestros ojos!
¡Venid, hermanos y contemplad!
¡Es la Carne y la Sangre de nuestro amantísimo Salvador!
Lecciones
Después de ese Milagro, Lanciano se tornó el lugar donde muchos incrédulos renacían para la Fe y cristianos entibiados se enfervorizaban en la devoción a la Sagrada Eucaristía.
La historia de este portentoso milagro debe llenarnos de confianza en relación al misericordioso Corazón de un Dios hecho Hombre que se deja esconder bajo las especies del pan y el vino y se da a nosotros como alimento cada día.
¡Se trata sin duda de reliquias del propio Corazón de Jesús, el Corazón que Longino traspasó con su lanza!
Una Gracia Mayor
Siglos después de ese portentoso milagro, Nuestro Señor nos quiere conceder una gracia todavía mayor.
En efecto, nosotros no vemos, ni tocamos la Carne y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
Nosotros apenas contemplamos en las apariencias de pan y de vino la presencia real del Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Es nuestra Fe que nos trae esa certeza.
Y, si creemos con Fe robusta y ardiente en ese inefable Misterio, el propio Cristo nos promete una inmensa recompensa:
«Bienaventurados los que creen sin haber visto» (Jn 20,29). (JSG)
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