Redacción (Miércoles, 26-06-2019, Gaudium Press) Un navío de guerra se encuentra en maniobras en altamar. Es noche.
El oficial responsable informa al capitán que están en curso de colisión con otro barco, cuyas luces pueden ser vistas en el horizonte.
Entonces, el capitán ordena enviar un mensaje por la radio:
– Estamos en curso de colisión con ustedes. Modifiquen su ruta veinte grados.
Del otro lado responden:
– Les aconsejamos que sean ustedes los que alteren el rumbo.
El comandante retruca ríspidamente:
– Aquí habla el capitán. Somos un navío de guerra. ¿Quiénes son ustedes?
Ellos responden:
– Somos simples marineros.
El capitán, furioso y más incisivo, dice:
– ¡Entonces sigan mis instrucciones!
Uno de los marineros exclama:
– Infelizmente es a ustedes que cabe cambiar urgentemente su curso. ¡Nosotros somos un faro!
Vuestra posición se parece a la del guardián del faro
Esta simple historia contiene un profundo significado, y por eso inicié con ella mis palabras. Se trata de una imagen de la grandeza y belleza de la vocación sacerdotal pues, a semejanza de los marineros que cuidaban de aquel farol, los presbíteros son llamados a actuar sobre el curso de la vida de los hombres, sea para mantener o modificarlo.
Queridísimos ordenandos, vuestra posición se parece a la del guardián del faro. Por todas partes navegan hoy embarcaciones diversas: vapores de lujo cuyos pasajeros desean apenas divertirse, olvidados del amor a Dios; navíos de guerra, cañoneros y barcos destructores, que buscan ahogar vuestro navío; por último, submarinos dirigidos por católicos, que suben a la superficie solamente en las ceremonias de Bautismo y funerales, permaneciendo ocultos el resto del tiempo.
Y vemos, de otro lado, los marineros del faro, que no poseen la fuerza mediática de los torpedos para hablar de sí, ni, menos todavía, la de los navíos de guerra. No, su fuerza no reside en los medios externos de poder. Gracias a Dios, pues así están libres de la tentación de utilizarlos.
Ellos no dirigen el curso de la vida por el ímpetu de los cañones, ni orientan a los hombres mediante coacción. Al contrario, conducen la trayectoria de los navíos de la vida de forma semejante a la actuación de los marineros de nuestra historia: simplemente anuncian la Verdad Encarnada, Nuestro Señor Jesucristo.
Considerad que los sacerdotes no son fuertes por sí mismos, sino adquieren fuerza en la medida en que dan testimonio de la verdad. Y deben actuar como el guardia del faro: mostrar a los navíos dónde se encuentran la tierra y el mar, y aconsejar a todos, inclusive al capitán que se juzga en el derecho de determinar al marinero su ruta de navegación, a seguir sus indicaciones.
Anunciadores de la Palabra y administradores de los Sacramentos
Con los hombres ocurre lo mismo. Ellos no alteran su curso apenas por causa de la personalidad del marinero, ni deben hacerlo. Aquellos que son sensatos solo cambian de rumbo al entrar en contacto con la verdad del Evangelio, revelado por Dios y confiado a su Iglesia.
La Iglesia no puede sino proclamar esa verdad, oportuna o inoportunamente. Y vosotros, queridísimos ordenandos, os deparareis en el futuro con situaciones similares a la de los marineros del faro. Escucharéis órdenes de capitanes auténticos y de capitanes autonombrados. Y será preciso darles siempre la respuesta simple de los marineros: vosotros podéis y debéis anunciar la belleza y la verdad de la Fe. Nada más. No vuestras sabias opiniones, por más útiles que parezcan, pero sí la verdad sobre Dios y la salvación eterna. Ella mostrará a los hombres el camino correcto.
Vosotros sois anunciadores de la Palabra, siervos que administran los Sacramentos a lo largo de las traicioneras y difíciles sendas de la vida. Debéis, como los guardianes del faro, advertir a los navegantes sobre los peligros y obstáculos del camino, anunciando la Palabra de salvación y no teorías o ideas por vosotros forjadas. Y cuando administrares los Sacramentos, sepáis que su fuerza y eficacia no vienen de vosotros, sino de ellos mismos, del mismo modo que el marinero no creó las rocas sobre las cuales está construido el faro en que se encuentra.
Desastres ocurren cuando se abandona el faro
Para todos nosotros, queridísimos hermanos y hermanas, eso significa que no debemos buscar en el sacerdote una personalidad excepcional – que tal vez ni exista -, ni considerar principalmente sus cualidades humanas. El sacerdote nos ofrece algo que no proviene de este mundo.
Estimados ordenandos, al compenetraros de esa verdad, impregnareis con ella vuestro camino futuro. Si estáis convictos de que podéis y debéis indicar a los hombres su curso, mediante el anuncio de la Palabra de vida de Nuestro Señor Jesucristo, no atribuiréis a vosotros mismos el éxito cuando él se presente. Entonces os posicionareis atrás de vuestro llamado, sin aparecer en los títulos de las noticias, como el marinero del faro.
Este sería noticia apenas si abandonase su puesto para ocuparse con otras cosas. Cuando los marineros abandonan el faro, ocurren los desastres y luego aparecen los titulares. Del mismo modo, cuando los sacerdotes y los obispos ya no tienen el coraje de anunciar con fuerza el Evangelio, sino proclaman sus propias opiniones, entonces ocurren los desastres y se multiplican los titulares. ¿No es lo que hartamente presenciamos en los últimos tiempos? Aquel que desea inventar una nueva Iglesia y modificar, por así decir, su DNA, está en el camino equivocado y abusa de su autoridad espiritual.
Vuestra misión requiere humildad y coraje
Queridísimos ordenandos, subid a vuestro faro, conscientes de que vuestra vocación sagrada no consiste en llamar la atención sobre vosotros mismos. No se espera de vosotros que inventéis algo nuevo para salvar la Iglesia, sino que mostréis a Jesucristo. Eso exige humildad, y no menor coraje.
Permanecer sobre la roca y anunciar la Palabra de Dios requiere enorme fuerza, además de una sana y robusta convicción de vuestra misión. Sean palabras elogiosas o desafiantes, decidlas con ufanía, más que cuando habláis en vuestro propio nombre. Sed conscientes de que tenéis una dignidad que os diferencia de todos aquellos que no son sacerdotes. Con todo, no adquiristeis esa dignidad por vosotros mismos. Estad convencidos de que posees algo grandioso y eterno.
Os deseo que asumáis esa vocación con todo el corazón. Os deseo, al mismo tiempo, el coraje y la humildad de decir y hacer solamente aquello que debe ser dicho y hecho en nombre de Jesucristo, de no confiar en las propias cualidades, sino en la Palabra a vosotros entregada y en la certeza de que tenéis algo a anunciar que sobrepasa lo humano, pues toca en lo divino.
El sacerdocio no es simplemente un oficio, sino un Sacramento. Dios se sirve de un mero hombre para, a través de él, hacerse presente entre los hombres y en ellos actuar.
Estimados ordenandos, si vivieres de esas convicciones y actuares en función de ellas, jamás perderéis el coraje ni seréis presuntuosos, sino agradeceréis, de todo corazón, la experiencia – de la cual ya os beneficiáis – de ser sustentados y dirigidos por Aquel que os llamó para su santo servicio: ¡Jesucristo, el Hijo resurrecto del Dios vivo!
(Homilía durante la ordenación de cuatro nuevos presbíteros en la Abadía de Heiligenkreuz, Austria, en 27/4/2019 – Traducción y adaptaciones: P. Antonio Jakoš Ilija, EP)
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