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Cruzada: Palabra luminosa, brillante como el sol, que define un rayo de diamantes que iluminó el curso de la historia

Redacción (Jueves, 04-07-2019, Gaudium Press) ¿Robert Payne? Realmente corrimos un riesgo. Estábamos a punto de emprender un vuelo, el libro que ocuparía nuestras horas de viaje lo habíamos olvidado en casa, y tras pasar por la librería del aeropuerto algo nos atraía con especial encanto, era «El Sueño y la Tumba» de Robert Payne, su obra póstuma sobre las cruzadas.

Y decimos que corrimos un riesgo porque no lo conocíamos y no es fácil que un autor que no sea hombre de fe entienda qué fue lo que pasó en esos siglos magníficos en que la Cristiandad se volcó sobre Oriente para recuperar la tumba de Cristo, facilitar las rutas de los peregrinos y defender los feudos francos en Palestina. Pero corrido el riesgo, la Providencia nos premió con una excelente lectura.

Se fundamentó Payne en los autores clásicos, Grousset, Michaud, en los cronistas afamados de la época, Joinville, Mateo París, Guillermo de Tiro, aunque no solo ellos. Y produjo una obra sensata, resumitiva, de fácil lectura, y también erudita, que consiguió en quien escribe estas líneas, como no se había logrado con otras, una visión de conjunto de qué fue lo que pasó entre finales del S.XI y e inicios del S.XIV con esas magníficas aventuras que el mundo recuerda como las Cruzadas.

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San Luis Rey socorre los apestados en Túnez

Hombres los cruzados aún con mucho de barbarie, pero con una fe total, incluso aunque no practicaran enteramente la moral católica.

Por ejemplo Godofredo de Bouillon, sin duda alguna el mejor de los barones de la primera cruzada, que no quiso ceñir la corona donde Cristo había sido coronado de espinas. Que era casto. Que era un león en el combate, que incluso llegó a pelear una vez con un gran oso en una situación de gran apuro, que una vez «cuando un jeque árabe le invitó a que matase un camello le cortó la cabeza de un solo golpe con la espada», que «a veces rezaba tanto tiempo antes de las comidas que su séquito se quejaba de que cuando se les permitía comer los platos ya se habían enfriado» 1. Pero también un tanto tozudo, a veces brusco con sus propios pares.

Sin embargo el lector va notando que la fe pura que lleva a estos primeros cruzados a un acto completamente desinteresado -como es ir a miles de kilómetros de distancia, con un cincuenta por ciento de probabilidades de morir en el intento, para permitir que los fieles visiten los lugares sagrados- esa fe va disminuyendo en esos hombres con el paso del tiempo, y solo tuvo un renacer muy puro en la figura de San Luis Rey, que no tanto en sus hermanos y en todos los que lo acompañaban. San Luis era como la concentración luminosa en un hombre de una fe en decadencia, era como el renacer de una fe que existía en el duque de Bouillon, en Raimundo de Saint Gilles, incluso hasta en un despiadado Bohemundo de Tarento. Pero ya el hermano de San Luis, un Carlos de Anjou, pensaba más en la gloria temporal que en la gloria eterna.

La lectura nos reafirma en cierta animadversión que ya habíamos cultivado hacia los bizantinos.

Mucho más civilizados que los occidentales, incluso más sabedores del arte de la guerra, pero más preocupados con los goces de esta vida, carnales y espirituales, da la impresión de que todo aquello que tocaban se pudría, y que era mejor tenerlos de amigos pero a raya, con el sano desprecio con el que el guerrero mira al aristócrata decadente.

La fe inicial de las cruzadas atrajo las manifestaciones divinas, como la revelación de donde se hallaba la lanza de Longinus en Antioquía, y las diversas apariciones de ángeles y santos que se dieron sobre todo en la primera cruzada. Era como si las puertas del cielo se hubiesen abierto para estos hombres de fe, como si los ángeles que guiaron a los Macabeos hubiesen regresado a la historia de los hombres.

La lectura del libro de Payne trajo también descubrimientos muy interesantes, como por ejemplo el de los Tafures «considerados los desechables, los pobres diablos que seguían al ejército y que recogían las migajas; eran simples braceros, campesinos pobres, hombres que sujetarían las bridas y esperarían un mendrugo de pan por sus fatigas. (…) Nunca se les pagaba, no esperaban más recompensa que la bendición de Cristo y un lugar en el Jerusalén celestial, y luchaban como leones famélicos. Eran la chusma que acompañaba a todos los ejércitos medievales, pero con una diferencia: bastaba una palabra de su rey para que se convirtiesen en una tropa de choque y ellos fueron a veces quienes ganaron las batallas que serían atribuidas a los cruzados» 1. Tal vez exagera un tanto Payne, pero muy interesantes estos personajes.

Trajo también el feliz redescubrimiento del pueblo Armenio, guerrero, sacrificado, con mucha fe, muy sufrido, que incluso creemos llegó a conservar una fe en la cruzada más pura que los últimos cruzados. Trajo el reencuentro con los valientes Templarios, con los valientes caballeros de San Juan. Trajo el descubrimiento de la intensa piedad del tercer rey de Jerusalén, Balduino II, de quien «se decía que rezaba tan a menudo que tenía las rodillas cubiertas de callos. En una época licenciosa fue de una castidad excepcional y siempre fue fiel a su esposa armenia». 2 Trajo el feliz reencuentro con el gran Balduino IV, el leproso, el que tuvo como tutor a Guillermo de Tiro, el que solo vivió 24 años mientras veía como se le pudrían las carnes pero se iluminaba su corazón, el que puso a correr al gran Saladino en Montgisard con solo doscientos caballeros y quinientos infantes, que enfrentaron a un ejército 20 veces mayor que el suyo. Una figura tan grande la del Rey Leproso, que ni siquiera el cochino Hollywood la pudo mancillar.

Trajo el triste reencuentro con lo que ocurrió después de Balduino, con la triste escogencia de esposo de la hermana de Balduino, Sibila; con la derrota de los cruzados en Hattin y la consecuente caída de Jerusalén. La lectura del libro de Payne trajo el triste recuerdo de ese aventurero al que se le permitió llegar al mando de los templarios, Gérard de Ridefort, de las peleas idiotas y envidiosas entre Ricardo Corazón de León y Felipe Augusto. Trajo el dulce y triste recuerdo de las dos cruzadas de San Luis, la de su paso por Egipto y Palestina, la de aquella de su muerte por tifus en el desértico Túnez.

Entretanto, a medida que se van sucediendo los hechos y los personajes, insistimos, se va sintiendo cómo ese mundo sobrenatural y angélico que envolvía a los primeros cruzados iba desapareciendo, dando el lugar de primacía a los intereses vanidosos de gloria, o económicos (preponderantes en las ciudades-Estado italianas que participaron de las cruzadas), y forzosamente cuando los hombres solo buscan su egoísmo comienzan las peleas entre ellos. Realmente al final, los musulmanes no tenían que luchar contra el bloque cristiano, sino contra múltiples facciones en lucha consigo mismas. Estaba desapareciendo la fe, y con ella la visión sobrenatural y la unión. Esos primeros reyes de Jerusalén, que tenían las rodillas peladas o con callos de tanto rezar, eran lejanas reliquias de un lejano pasado. Lo que había ocurrido era como una explosión inicial de gracia, que se fue agotando con el paso del tiempo.

Pero al final, es Dios, no los hombres, el que guía la Historia, y él puede revertir en cualquier momento la decadencia.

De pueblos campesinos como la Vendée o el Tirol, oprimidos y casi derrotados, sacó nuevos cruzados insuflándoles su gracia. De indios con fe a los que se le quiso tirar la fe, hizo leones que pusieron a temblar a los tiranos mexicanos.

En el momento de angustia, las manos juntas y los ojos al cielo, que Dios lo puede todo, y envía su gracia.

Por Saúl Castiblanco

***
1 Payne, Roberto. El Sueño y la Tumba – Una historia de las cruzadas. Ático de los Libros. 2da Edición. Barcelona. 2017. p. 59.
2. Ibídem, p. 100.
3. Ibídem, p. 159.

 

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