Redacción (Jueves, 11-07-2019, Gaudium Press) El pardal no vuela con la elegancia de las golondrinas, no canta como los ruiseñores, ni posee los bellos colores de las saíras. Carece de la agilidad vertiginosa del colibrí y la habilidad de un hornero. Es, tal vez, el más insignificante de los pajaritos.
Tampoco emprende grandes migraciones, ni hace vistosos nidos en las torres de las iglesias. Lleva una vida banal en las ciudades y los campos, saltando junto a los refectorios y cocinas, mendigando sin pretensiones migajas de pan o recorriendo las siembras en busca de granos de trigo.
Al mirar a uno de ellos y compararlo con tantas otras maravillosas aves que Dios creó, cabría preguntar: ¿por qué será que el gorrión existe? Su presencia en nada eleva la mente al Cielo Empíreo; tampoco su forma de vivir, tan cotidiana, invita a remontar el espíritu a las alturas celestiales.
Con todo, no dejó él de llamar la atención del salmista, que proclama: «¡Cuán amable, oh Señor, es vuestra casa, cuánto la amo, Señor Dios del universo! ¡Mi alma desfallece de saudades y anhela por los atrios del Señor! ¡Mi corazón y mi carne rejuvenecen y exultan de alegría en el Dios vivo! Incluso el pardal encuentra abrigo en vuestra casa, y la golondrina ahí prepara su nido» (Sl 83, 2 4).
Pequeño, débil, fugitivo y de colores apagados, el pardal es, en el reino animal, lo que el más simple de los pedregullos es en el reino mineral. Entretanto, se puede tomarlo como un bello símbolo: el de las almas repletas de miserias que, reconociendo nada merecer, saltan alegres de un lado para otro a la búsqueda de abrigo y alimento espiritual. Su humildad las deja saltitantes a la espera de compasión, llenas de confianza en la bondadosa generosidad del Dios que las creó.
Hasta el pardal, dice el salmista, encuentra abrigo en la casa de Dios. En la Iglesia Católica nunca falta lugar para los carentes de fuerzas o parcos en cualidades. Y hay no apenas un abrigo, sino el camino para una verdadera transmutación.
Al ser tocadas por la misericordia divina, esas almas-pardales pueden tener el plumaje revestido de los más espléndidos colores y las alas fortalecidas para vuelos largos y elegantes. Para eso, basta que reconozcan sus fallas, confíen en la bondad infinita de Dios y crean en el poder transformador del Espíritu Santo.
Si tú, lector, en ciertos períodos de tu existencia te sientes también un alma-pardal, no te dejes abatir por tus miserias. Acuérdate que hasta la más insignificante de las criaturas encuentra abrigo en la casa del Altísimo.
En la mirada dulce y benevolente del Sagrado Corazón de Jesús, siempre encontraremos amparo. María Santísima, su Madre, está en todo momento queriendo acariciarnos, convertir y aproximar a la misericordia de su Divino Hijo. ¡Al abandonarnos en las manos de Ellos, nuestras alas de pardal se tornarán bellas, ágiles y fuertes, capaces de impulsarnos a los más altos píncaros de la santidad!
Por la Hermana Angelis David Ferreira, EP
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