Redacción (Sábado, 13-07-2019, Gaudium Press) Si no existiese la Eucaristía ¿quién sería capaz de imaginarla?
¿Qué persona extraordinariamente sabia, o qué altísimo ángel de luz, un serafín, por ejemplo, tendría capacidad de idear esa originalidad única? Nadie podría concebir semejante maravilla; ningún santo, ningún ángel ¡Solo el Sagrado Corazón de Jesús pudo crear y legarnos esa maravilla que es la Eucaristía!
Maravilla, en primer lugar, porque se trata de su misma presencia, de su Persona divina y gloriosa; ya que en la Eucaristía está Jesús resucitado, como se encuentra a la derecha del Padre.
Maravilla también porque esa presencia se reproduce en todos los lugares de la tierra donde haya una hostia sobre la cual se hayan pronunciado las palabras de la institución eucarística. Por lo tanto, Dios está multiplicado en millones y millones de partículas y hasta en un sinfín de migajas que puedan eventualmente desprenderse de las especies consagradas: en cada porción del pan consagrado, por pequeña que sea, está Jesús, entero, Dios y hombre verdadero.
Maravilla además, porque al operarse la transubstanciación del pan y del vino en el curso de la Misa, al sacerdote que celebra y a los fieles que participan, aunque indignos, se les aplica el tesoro de los méritos infinitos del sacrificio del Calvario.
Maravilla aún, porque es la Eucaristía la que edifica la Santa Iglesia Católica, Cuerpo místico de Cristo y pueblo santo de Dios del que hacemos parte; la Iglesia vive de la Eucaristía teniéndola por fuente, centro y culmen.
Maravilla por fin, porque dispuso el Señor que su Cuerpo fuese recibido en alimento por los fieles en la comunión sacramental -El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna» (Jn. 6, 54)- propiciando así una forma de unión insuperable entre el Creador y la creatura que llega a la fusión y a la misma divinización de la persona.
Si no existiese la Eucaristía, ¿Sería posible imaginarla? ¿Quién sería capaz?
¿La Virgen Inmaculada, Madre de Dios y Sede de la Sabiduría, sería ella capaz de suponer algo tan sublime como el misterio eucarístico? Es temerario pretender opinar sobre algo tan arcano. En todo caso, es una pregunta que se puede hacer respetuosamente y meditar sobre el tema, hasta que la teología -o la mariología- eche una luz definitiva.
La mente humana no abarca plenamente lo que es la Eucaristía, ni los beneficios enormes que proporciona. El tema excede a la capacidad de la razón, por más lúcida o penetrante que pueda ser. Más, a pesar de eso, el deber de creer en ella y de adorarla se impone a todos.
Lastimosamente la centralidad de la Eucaristía no está presente en la generalidad de los bautizados; no se piensa en ella casi nunca… para no decir, directamente, nunca. La presencia real de Jesús está al alcance de cualquier fiel, a veces a dos pasos, esperando de día y de noche una visita de cortesía, aunque sea un rápido saludo, que fortalezca el vínculo de la persona con Dios y, a la vez, con los demás, con el prójimo.
Fue en torno de la Eucaristía que los primeros cristianos se mantenían unidos. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos dice que ellos «Acudían asiduamente a la enseñanza delos Apóstoles, a la convivencia, a la fracción del Pan y a las oraciones» (Hch., 2, 42). La Eucaristía los atraía y los unía. Así deberá ser también hasta el fin del mundo, pues la Iglesia, que vive de la Eucaristía, es inmortal. La fe apostólica, el compartir unidos, la celebración Eucarística y la oración, congregarán a los fieles hasta la segunda venida del Señor.
San Juan Pablo II constató con tristeza desordenes en torno al culto eucarístico. En el numeral 10 de su encíclica Ecclesia de Eucharistia, después de encarecer y estimular la adoración, lamenta con razón descuidos y desvíos:
«Desgraciadamente, junto a estas luces, no faltan sombras. En efecto, hay sitios donde se constata un abandono casi total del culto de adoración eucarística. A esto se añaden, en diversos contextos eclesiales, ciertos abusos que contribuyen a oscurecer la recta fe y la doctrina católica sobre este admirable Sacramento. Se nota a veces una comprensión muy limitada del Misterio eucarístico. Privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado y valor que el de un encuentro convival fraterno. Además, queda a veces oscurecida la necesidad del sacerdocio ministerial, que se funda en la sucesión apostólica, y la sacramentalidad de la Eucaristía se reduce únicamente a la eficacia del anuncio. También por eso, aquí y allá, surgen iniciativas ecuménicas que, aun siendo generosas en su intención, transigen con prácticas eucarísticas contrarias a la disciplina con la cual la Iglesia expresa su fe. ¿Cómo no manifestar profundo dolor por todo esto? La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones».
Al leer esta grave reflexión ¿no me siento aludido en alguna medida? Y si personalmente en esta materia no tengo de qué reprocharme, ¿no veo en torno de mí ejemplos de abandono, de abusos, de ambigüedades o de reducciones? Y si los veo -en mi familia por ejemplo o en mi parroquia- ¿qué hago para corregirlos o para reparar el menoscabo? Acaso ¿no está en mí hacer algo, por poco que sea?
La queja del Papa Wojtila me interpela, a no ser que yo sea como el avestruz que mete la cabeza bajo tierra para no ver el peligro. ¡Estas realidades saltan a los ojos, no deberían ocurrir y claman por dejar de ser!
La Eucaristía es un don demasiado grande, sí, y demasiado menospreciado.
Por el P. Rafael Ibarguren, EP
(Publicado originalmente en www.opera-eucharistica.org)
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