Redacción (Jueves, 25-07-2019, Gaudium Press) El desespero suicida de Stefan Zweig comenzó al verificar que Europa no se reconstruiría ya jamás de las dos guerras mundiales tan cercanas una de la otra. En 1942 optó por una sobredosis de barbitúricos para la depresión, y junto con su segunda mujer resolvieron ingerirlos dejando una macabra carta de despedida. Estaban viviendo en la ciudad de Petrópolis, del estado de Río de Janeiro en Brasil, al que habían llegado con la ilusión de encontrar cierto tipo de vida cultural de la que ambos gustaban mucho.
La guerra avanzaba implacable demoliendo lo que no alcanzó a destruir de 1914 a 1918. Entre la una y la otra solamente había transcurrido menos de veinte años: Apenas un respiro para seguir acabando con la Civilización Cristiana. Zweig escribió una autobiografía (1) que es recomendable leer para entender lo que realmente pasó en el continente Europeo en esos tiempos ya tan lejanos, pero que sin duda marcaron el rumbo de los acontecimientos contemporáneos: «Quien desconoce la historia está condenado a que otros se la escriban».
Lo que el escritor no registra es el acontecimiento más importante y trascendental de aquellos días: Las apariciones de la Virgen María en Portugal, pues las dos guerras tienen una íntima y profunda relación con Ella y todo lo que pasó en el continente más culto, desarrollado y maravilloso de la tierra, del que hoy no queda sino el esqueleto carcomido por la osteoporosis de la lujuria. Y puede ser hasta comprensible que no hable de eso, pues Zweig era incrédulo y agnóstico, gozador empedernido de la vida, hombre de muy buenos gustos, escritor ameno, excelentemente relacionado con toda la intelectualidad culta del momento y de paso muy rico. Todo eso junto puede obnubilar cualquier entendimiento.
Describe con muchos detalles y buen sentido de observación la Belle Époque (2), en la que creyó encontrar lo que sería la matriz del mundo que él anhelaba apasionadamente. Pero la tormenta de la primera guerra mundial se llevó todo en un torrente de lodo y agua sucia ensangrentada. Zweig presintió que el Tratado de Versalles no era la solución, pero el optimismo de los que adoran este mundo y renunciaron a la esperanza del otro, ha sido la causa de tanta ceguera fatal. Se entregó a los deleites de la entre-guerre que adormecieron las mentes y preparaban el estallido brutal de la segunda guerra mundial. De ahí el miedo y la depresión que después lo sumergió en una horrenda pesadilla, un túnel oscuro que desembocó en el suicidio de un hombre realmente inteligentísimo.
Es muy probable que como él, hubo muchas más almas en toda Europa que a lo mejor habrían sido receptivas al mensaje de Fátima de no haber sido la locura que se apoderó de ellas confiando en una salida meramente naturalista y política. Ni el Papa de la época entrevió esto y creyó que un mero apelo pontificio podría detener el horror en que se hundía el continente donde se forjó la cristiandad. Pero la Virgen había venido precisamente a advertirlo y solamente lo entendieron tres humildes pastorcitos medio analfabetas. Lo entendieron con el corazón, con el amor y la fe de los sencillos del Evangelio. Entendieron que solamente vivir en espíritu de penitencia y reparación espiritual detenía la mano de Dios y sus ángeles justicieros. Pero casi nadie les creyó o les creyeron muy poco.
Zweig de verdad creyó que la aeronáutica, el cinematógrafo, el piscoanálisis, el teléfono, la mejora de la higiene sanitaria, la penicilina y otros avances científicos de la época, habían abierto ya el camino para hacer un paraíso en la tierra. Es impresionante la lectura de su autobiografía porque nos da idea de la ilusión que se gestaba en los círculos sociales y culturales más elevados de Viena, Paris, Milán, Berlín y otras ciudades que después se lanzaron en la mutua carnicería de las dos guerras de manera inexplicable; porque las explicaciones tan pueriles que a veces nos dan algunos historiadores de vuelo corto, no aclaran nada si no se tiene en cuenta esa misteriosa intervención de la más perfecta criatura de Dios, a unos niños campesinos y en el país menos «chic» y desarrollado de la Europa de aquel entonces.
Misteriosa intervención llena de amor y piedad, que si hubiese sido atendida en el momento, no habría traído al mundo todo el horror que se vio, seguimos viendo y probablemente se verá, porque la solicitud de Ella para que el Papa en unión con todos los obispos del mundo consagrara Rusia a su Inmaculado Corazón tampoco fue atendida, como lo dijo la Hermana Lucía en agosto de 1989 refiriéndose a la consagración hecha por el papa San Juan Pablo II el 25 de marzo de 1984: «¡Fue hecha, más ya fue tarde»! (3)
Por Antonio Borda
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(1) El Mundo de ayer. Memorias de un Europeo. Stefan Zweig, Ed. Acantilado, 2015. Barcelona.
(2) Período que va aproximadamente desde 1871 a 1914.
(3) «¡Por fin mi Inmaculadol Corazón triunfará!», Mons. Joao S. Clá Dias, EP, Bogotá, 2017, pag.153.
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