Redacción (Martes, 30-07-2019, Gaudium Press) El hijo pródigo regresó a casa porque la misericordia de Dios lo dejó caer hasta el fondo del abismo sin dejarle perder la vida ni la fe. Desde allí se dio cuenta del horror en el que se había precipitado: «Volveré a casa y le diré, padre he pecado contra ti y contra el Cielo, no soy digo ser llamado hijo tuyo, recíbeme como a uno de tus jornaleros».
El caso había comenzado cuando le fue diciendo un día a su padre que le diera la parte de la herencia que le correspondía. ¿Le correspondía? ¿Tenía derecho a ella? Al parecer él sabía que era heredero legítimo y podía reclamarla. Y el padre resolvió darle también al hijo mayor su porción. Eran sus hijos al fin y al cabo, y desde que los procreó compartía con ellos y con la mayor naturalidad el producto de su esfuerzo y sus trabajos. El hijo mayor se quedó a su lado pero con cierto tipo de independencia que no supo valorar.
El resto de la historia lo sabemos. Y la parte más hermosa de ella es la acogida del padre que ni le dejó terminar las palabras que el hijo traía repitiendo por el camino para decírselas. No alcanzó a pedirle que lo recibiera como jornalero porque el padre lo interrumpió, mandó traer vestidos limpios, sandalias, un anillo de alianza nueva, y sacrificarle el ternero cebado para ocasiones especiales. La parábola nos da a entender que el padre salía quizá de vez en cuando a mirar a lo lejos con la esperanza de verlo algún día regresar. No lo había olvidado como ciertamente ya lo había hecho el hermano mayor. (1)
Todo fue fiesta y alegría: «Estaba muerto y ha revivido». Pero el hermano mayor, el que no lo extrañó, el que no trató de convencer a su hermano como hijo mayor primogénito del hogar para que no se fuera, el que muy probablemente no era ejemplo de amor desinteresado al padre, el que reaccionó con envidia reprochándole a este los servicios que le prestaba juzgando que le hacía un gran favor, el que se la pasaba con los amigos, ahora viniendo del campo probablemente de pasear, reclamaba porque habían matado el becerro cebado al que seguramente le tenía puesto el ojo para una gran comilona : «Nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos».
Al parecer el pueblo judío no quería que la Redención fuera para todos. No creía haber cometido grandes pecados contra Dios y había establecido un código de hipocresía y auto-justificaciones perversas, se creía acreedor de Dios y con derecho a exigirle. Las abominaciones y pecados del paganismo ¿qué eran al lado de sus pecadillos? Además ellos ofrecían grandes sacrificios propiciatorios en el Templo, no se codeaban con pecadores y todo estaba arreglado: Sumando y restando, Dios les salía a deber a ellos.
No se habían dedicado a traer para el único Dios verdadero a todos los otros pueblos, lo que exigía sacrificio, misioneros, mártires y oraciones para convertirlos. Encerrados en su vidita agradable, protegidos por el Imperio Romano, acomodados en su estatus, insertados en el «establishment», solo les faltaba la llegada del caudillo peleador y agresivo, además milagrero y autor de prodigios casi mágicos para pasarles todo el poder mundanal y someter al resto de la humanidad. Incluso en el Senado romano tenían ya sus contactos políticos que ayudarían a la realización del gran plan.
Si el pecador era visto como un réprobo despreciable y sin remisión, el pecador arrepentido era un pobre diablo al que solamente Dios podía perdonar y eso se confirmaba únicamente con la prosperidad, el éxito en sus negocios y los aportes al Templo. Es de temer que los recaudadores o publicanos eran despreciados pero extorsionados, especialmente por los fariseos que se las habían ingeniado para negociar cierto tipo de tranquilidad de conciencia con los pecadores más ricos y seguirles succionando donativos.
Estando otra vez en casa, no debió ser fácil la vida del hijo pródigo arrepentido. Es probable que su alegría de haber vuelto y haber sido perdonado se amargara a veces por el hijo mayor que le encareciera a cada momento el error, que criados y criadas intentaran tratarlo igualitariamente, que cualquier pequeña falta le fuera cobrada con irritación, que se sintiera rodeado de cierta atmósfera de desprecio, que tuviera tentaciones frecuentes de todo tipo, arideces y sequedades respecto al padre, desconfianza de su perdón y añoranzas de su vida de perro hambriento humillado por extraños pero no por los suyos propios. Pero la mayor alegría en esa casa era la del padre y no la de él: su hijo perdido había regresado arrepentido, contrito y humilde.
La parábola del hijo prodigo ha inspirado pintores famosos. En las pinturas aparece casi siempre el hijo mayor, indiferente, envidioso, pensativo pero nunca alegre. Volver a casa no es fácil para el orgulloso así se vea muriendo de hambre, pero si Dios le conserva misericordiosamente la fe y lo mantiene vivo, siempre habrá una esperanza invencible y la caridad manda acoger esa alma arrepentida como la acogió Dios.
¡Cuántas almas que quieren volver y Dios las quiere acoger! pero la envidia del prójimo estropea el plan divino. ¡Cuántas almas que regresan y no perseveran! ¡Cuántos Zaqueos, Mateos y Magdalenas! que reconociendo siempre su miseria, no dejan de agradecer con lágrimas la misericordia de Dios el resto de sus días hasta alcanzar la santidad. Pero también cuántas que se creen con derecho a dilapidar gracias como aquel hijo pródigo, y a exigir después altaneramente perdón sin contrición de corazón, como sí lo hizo aquel pobre miserable.
Por Antonio Borda
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(1) «Lo inédito sobre los Evangelios», Mons. Joao Clá S. Dias, Tomo.V, Pag. 223, Librería Editrice Vaticana, Coedición internacional, Lima – Perú.
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