Redacción (Domingo, 04-08-2019, Gaudium Press) Siempre en la punta de lanza del combate por la fe -pero no en el mundo platónico de las meras ideas sino en el mundo real donde circulan las malas ideas- era común que Plinio Corrêa de Oliveira enfrentase clichés, estereotipos, tipos humanos e ideas dominantes que en el fondo eran vehículos del mundo, demonio y carne para difundir su nauseabundo espíritu.
Como cuando en el «Legionario» de 1934, y teniendo sólo 26 años, el Dr. Plinio denunciaba y desmontaba la ridícula figura que se quería establecer de la varonilidad y erguía en contraposición la estatua del varón católico, de la cual fue él eximio ejemplo.
Era el pseudo-varón de entonces -cómo en líneas generales todavía siendo para muchos en nuestros días, aunque este varón cada vez más es eclipsado por el indefinido andrógino- alguien sumergido en el exceso del libertinaje, «en los atrevimientos impúdicos de las aventuras equívocas, en el orgullo vanidoso y estúpido de su inteligencia impía». Ese hombre no debería cooperar con el establecimiento del orden general, sino que se debería «lanzar ciegamente contra todo freno y toda ley, desde que a esto lo impeliesen sus pasiones»: el hombre de la Revolución era el que más fuertemente hiciera primar en sí y en los otros sus pasiones.
San Ignacio, Museo del Santuario de Loyola Azpeitia, España |
En sentido diametralmente opuesto, el hombre católico y realmente viril era aquel formado por la «austeridad rígida de sus costumbres, por la operosidad incansable en sus deberes, por la sujeción inflexible de todas las turbulencias de su inteligencia y de todos los caprichos de su imaginación a la sublime disciplina espiritual de la Iglesia».
La energía desbocada del hombre de la Revolución, era en el hombre católico -según la mente del Dr. Plinio- no «un impulso desordenado de la voluntad, inmoderadamente atraído hacia algún objeto», sino «la dirección fuerte de la voluntad en el sentido de realizar los actos necesarios para la consecución del fin último que su inteligencia comprendió plenamente, y a la que plenamente adhirió su corazón». La voluntad del pseudo-hombre de la Revolución es como el agua de una represa que se rompió y que destruye todo a su paso pero que al poco tiempo termina su infeliz curso, mientras que la voluntad del hombre católico es la del río encauzado que nutre la presa, fecunda los campos, impulsa los buques, alimenta los hombres, y se choca fuerte contra la piedra también si es preciso.
Una de las características de la genialidad y la sabiduría son ese tipo de definiciones, o de enfoques de los problemas que, después de realizados, iluminan todo el panorama, explican todo, y dan lugar a posteriores análisis que entretanto no son sino coherentes desdoblamientos de lo ya comprendido. Con el tema de varonilidad y pseudo-varonilidad diríamos que ya quedó casi que todo resuelto, por el Dr. Plinio: Varón es el que consigue encausar y alimentar su energía para la consecución de meditados, copiosos y reales fines, particularmente los deberes que le impone su condición de varón; pseudo-varón es… pues solo eso, un ‘pseudo’, un falso, alguien que no consiguió ser verdadero varón, alguien que no construye sino que destruye, en una fútil y a veces bulliciosa pero siempre fugaz apariencia de realización.
San Ignacio fue más hombre cuando fue santo que cuando fue militar, construyó mucho más, ahí dejo un legado; incluso fue mejor ‘militar’ siendo santo que siendo soldado.
En ese sentido, y para no dejar el cuadro a medio pintar, la gran realización del verdadero varón católico es sobre todo la de su figura moral, la virtud propia que le es debida, la del hombre que cumplió su deber y particularmente la Ley de Dios, y que se moldeó de acuerdo a ese padrón. Pero esto, enseña la Iglesia, no es posible sin la ayuda de la gracia, sin la ayuda de Dios, que comúnmente se obtiene con la oración y los sacramentos.
Por ello, el verdadero hombre comienza sus faenas rodilla en tierra, las manos puestas y el corazón hacia lo alto diciendo: «Dame hoy Señor tu fuerza, porque sin ella pereceré, no seré hombre…».
Por Saúl Castiblanco
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