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La estatua de Nabucodonosor, Alejandro Magno y el imperio de Cristo sobre la Tierra

Redacción (Lunes, 05-08-2019, Gaudium Press) Un día el gran Nabucodonosor, el de la destrucción del Templo de Salomón y de la cautividad de los judíos en Babilonia (Nabucodonosor II), tuvo un sueño que lo perturbó en los días posteriores y quiso vehementemente que alguno de sus deudos se lo interpretara. Pero no fue su deseo dejársela fácil a magos y adivinos -se ve que no confiaba mucho en ellos- y les anunció que no sólo debían interpretarlo, sino que también debían adivinar cuál había sido el sueño, so pena de perder vida, bienes y honra. La cosa no era fácil, y aunque los magos imploraron que les contara el sueño, el rey no cedió y al ver que nadie llegaba al fin pedido, efectivamente «ordenó ejecutar a todos los sabios de Babilonia» (Dn 2, 12); es decir, parecería que su angustia y decepción eran tan grandes que no solo quiso matar a sus adivinos sino a todo el que en su pueblo tuviese una cultura superior: son los horrores del paganismo.

Pero había en Babilonia un profeta judío, el gran Daniel, a quien en visión nocturna el Señor le reveló tanto el sueño como su interpretación. Y Daniel no sólo iluminó con la ciencia de Dios el misterio del sueño, sino que también intercedió para que no matasen a los sabios babilónicos. Entretanto, Daniel dejó claro que sólo él, enviado de Dios, podía cumplir el cometido, que ese misterio no lo podía «aclarar ningún sabio, adivino, mago o astrólogo». (v. 27)

Le dijo Daniel a Nabucodonosor que él había recibido un sueño sobre «lo que va a suceder en adelante» (v. 29). Había visto el rey una gran estatua, con gran brillo; «su cabeza era de oro fino; su pecho y sus brazos, de plata; su vientre y sus caderas, de bronce; sus piernas, de hierro, y sus pies, parte de hierro y parte de arcilla» (v. 32-34). También había visto una piedra que se había desprendido sin intervención humana y que golpeó la estatua en sus pies, pulverizándola toda. Esta piedra luego se volvió montaña «y llenó toda la tierra» (v. 36).

Los cuatro reinos y la piedra que se desprende sin intervención humana

Le dijo el profeta que él, Nabucodonosor, era la cabeza de oro; que el pecho y los brazos de plata simbolizaban un «reino inferior a ti»; que el bronce era el signo de «un tercer reino» que «dominará sobre toda la tierra» (v. 39). Y que luego vendría un cuarto reino que «será duro como el hierro» que destrozaría a los reinos anteriores, pero que éste en parte sería fuerte y en parte frágil. Entretanto, todos estos reinos cederían lugar «a un reino que nunca será destruido» simbolizado por la roca que se desprende y llena la tierra, en clara alusión al imperio de la Iglesia católica, apostólica y romana.

Difieren los estudiosos sobre los tres reinos intermedios, pero generalmente se interpretan como siendo el medo-persa, el griego-macedónico y el romano, dado que no hay dudas sobre el primero, el babilónico, y el último, el cristiano. En todo caso, entre muchas conclusiones que se pueden sacar de lo de arriba, la primera creemos es la reafirmación de que es Dios quien guía la historia. El oro fue oro porque así Dios lo quiso -«Él depone y entroniza a los reyes», le dice Daniel a Nabucodonosor (v. 21)- y así la plata, el bronce y el hierro. De tal manera que no hay poder más grande que mover el corazón de Dios. Lamentablemente Nabucodonosor no se convirtió a la religión del verdadero Dios, y por eso el fin de su imperio estaba sellado.

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Alejandro Magno

Tras los babilonios vinieron los aqueménidas, los persas, y en el auge de su poder -porque cuando Dios decreta algo no hay ‘auge’ humano que valga- llega Alejandro Magno e impone su yugo sobre el antiguo imperio de Darío III, el último gran rey persa.

Alejandro a pesar de educado por el gran Aristóteles no tuvo una cabeza meramente racional, sino que la influencia de su madre, la misteriosa y terrible iliria Olimpia, siempre se hizo sentir en su espíritu. Olimpia, la amiga de los rituales con serpientes, la adoradora de Baco (entonces Dioniso, pero en fin, el mismo demonio de la embriaguez), la que mandó a su hijo a recibir instrucción a la esotérica cueva de las ninfas, la que parece que el día del nacimiento de Alejandro soñó que un rayo caía en su vientre y hacía que se produjese un grandísimo fuego, la esposa de Filipo, quien también soñó antes del nacimiento de Alejandro que ponía un sello en el vientre de su esposa con la imagen de un león; Olimpia, la que tal vez haya mandado matar a su marido…

El supersticioso Alejandro Magno inopinadamente interrumpe un día su campaña militar para ir a consultar el oráculo de Amón en el oasis egipcio de Siwa, en un hecho que para algunos es ‘de los más intrigantes de la historia antigua’ (bueno, para el católico no es algo tan intrigante: quería tener un contacto más cercano con el demonio, establecer una especial alianza con él). Parece que en Siwa Amón -que era el mismo Zeus, o el mismo Júpiter, o el mismo jefe de la milicia infernal- le dijo que él era su descendiente, y que le estaba reservada a él y sólo a él la conquista de todo el mundo: cualquier parecido con el «seréis como dioses» del paraíso terrenal, no es mera coincidencia.

Alejandro se traga el veneno del demonio

Desde ese día Alejandro empieza a pisotear cada vez más los derechos de sus hermanos en armas, mata sin dudar a quien cree que se le opone en su camino, aunque sean de los más grandes macedonios y tenga deudas de gratitud con ellos. «Tanto las fuentes neutrales como las hostiles lo presentan como un hombre cuya moral fue degenerando a lo largo de su reinado hasta mostrar, hacia el final -prematuro- de éste, claros rasgos de megalomanía» (1).

Como le ha sido destinado el gobierno del mundo, quiere llegar hasta el fin de los océanos de oriente, hasta donde no haya más reinos que subyugar, y se apresta a la conquista de la India, aunque ya su ejército esté muy reducido, esté al límite de sus fuerzas, al punto de que los soldados -que hasta ahí le habían sido fieles en extremo- se le rebelan. El sueño de Alejandro, aupado por los oráculos del demonio llega a su fin. En un regreso sangriento, cruel, querido por él por lo inexplicable, pierde las dos terceras partes de su ejército al hacerlo atravesar por desiertos de los más secos de la Tierra. Y no llega a ver nuevamente Macedonia, sino que muere de fiebres misteriosas en Babilonia, en el 323. Sí había sido un rayo, sí había sido un león; sí, había construido un imperio, que no era ni de oro, ni de plata, ni de hierro, sino de bronce. Imperio de bronce que sería anulado por el imperio de hierro, de tal manera que cuando la venida de Cristo, los griegos tenían cultura, pero en líneas generales eran los sirvientes de los romanos.

Pero al final todos los imperios ceden ante la roca que se desprendió y que se transforma en montaña y dominará la tierra, esa roca que fue edificada sobre una humilde roca, la de Cefas, la del pescador Pedro, sobre la cuál Cristo construyó su Iglesia.

¿Recuerdan el demonio y sus secuaces que nada, absolutamente nada podrá evitar el dominio de Cristo sobre la Tierra?

Por Saúl Castiblanco

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1 Cartledge, P. Alejandro Magno – La búsqueda de un pasado desconocido. Ed. Planeta. Barcelona. 2008. p. 24

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