Redacción (Martes, 13-08-2019, Gaudium Press) En el mes de agosto que la Iglesia consagra como mes vocacional, estamos viviendo la Semana de la Familia.
Este artículo que transcribimos viene mucho para reflexiones a propósito de la familia:
En el mundo de hoy no se pasa un día sin que se tenga acceso, sea por los diarios, la televisión o la radio, a relatos de violencia, corrupción y libertinaje moral. Todo eso, sin sombra de duda, es fruto de la falta de la presencia de Dios en la vida de las personas.
Aparentemente, nada nos falta. Tenemos recursos tecnológicos jamás soñados por nuestros padres, avan¬ces fantásticos en todas las ciencias, la genética, las pes-quisas espaciales, la producción de alimentos, la velocidad de la información y las comunicaciones.
Deberíamos estar viviendo en un mundo de justicia y paz
Con tantos y tan extraordinarios recursos, deberíamos estar viviendo en un mundo donde imperasen la paz, la justicia, la solidaridad.
Pero lo que vemos es injusticia, egoísmo, en la forma de ataques terroristas bru-tales, crímenes, secuestros, guerras, hambre, enfermedades devastadoras, destrucción ambiental.
En la sociedad, el consumismo desenfrenado, la corrupción, la permisividad, el libertinaje son aceptados, y en algunos casos hasta alabados, como patrón normal de comportamiento.
En la televisión, que entra en el receso de los hogares, las novelas, los programas de auditorio de bajísimo nivel moral y cultural son prestigiados y copiados, por proporcionar audiencia y lucro financiero.
¿Qué enseñan a los niños y adolescentes, en la mayor parte del tiempo entregado a su nefasta influencia? Nada que pueda hacerlos crecer espiritual, intelectual o culturalmente.
Al contrario, están destruyendo la familia y sus valores, presentando como normales, y dignos de ser imitados, patrones de comportamiento en que la fidelidad, la honestidad, el pudor están fuera de moda, el casamiento de nada vale, lo que vale es la satisfacción de los sentidos, y aquello que el pueblo apodó de «ley de Gérson», o sea, «llevar ventaja en todo».
Qué concluir
¿Qué podemos concluir de ahí?
Simplemente que, preocupadas en satisfacer su egoísmo, en buscar el placer por encima de todo, en adorar el cuerpo y la belleza física, el éxito y el di¬nero, las personas se olvidaron que esta vida transitoria nos fue dada por Dios para servir como puente para otra vida, esta sí, definitiva.
Y el pasaporte de entrada para el Reino de Dios no será basado en conquistas materiales, en el éxito profesional o intelectual, en el poder que ejercemos en este mundo. Será fundamentado en el Bien que hayamos esparcido a nuestro alrededor, en el servicio de¬sinteresado al prójimo, en la Verdad y la Belleza de nuestras actitudes.
Cómo conseguir
¿Cómo podremos conseguir eso?
A través de una sólida y auténtica formación moral, de una práctica religiosa constante, del ejercicio de la caridad, anclados en el amor a Dios y la devoción a María Santísima. Es eso que debemos proporcionar a nuestros hijos, a través del ejemplo de una vivencia auténticamente cristiana.
Uno de los valores hoy mejor conceptuados es la libertad del individuo. Pero lo que en general es olvidado es que la libertad de cada uno implica el respeto a la libertad del otro. Afirma Santo Tomás de Aquino que el hombre tiene toda la libertad para la práctica del bien, pero no, evidentemente, del mal.
En los hogares donde esas enseñanzas son pasa¬das de los padres para los hijos es muy difícil que estos busquen la fuga engañosa por las vías de las drogas, la promiscuidad sexual o el individualismo egoísta.
Si desde temprano fueren enseñados, no solo por palabras, sino con el ejemplo, a manifestar su amor a Dios a través del respeto al prójimo, la compasión, la solidaridad, el sentido de justicia, en fin, de todo lo que Jesús nos enseña en su Evangelio, sus vidas seguirán en ese camino.
Familia: célula de la expansión del Bien
El gran desafío propuesto a nosotros, cristianos, en el mundo de hoy, es propagar el Evangelio de Jesús a todos, comenzando por dentro de casa. No debemos intimidarnos con lo que los otros creerán, ni desfallecer en la defensa de las enseñanzas de Cristo. No importa si somos rotulados de intolerantes, ultrapasados. Tenemos que luchar contra el mal que se esparció por el mundo.
Desde el punto de vista personal, tuvimos, mi marido y yo, la gran felicidad de recibir de nuestros padres esa formación moral y religiosa. Por ella pautamos toda nuestra vida y la transmitimos a nuestros tres hijos. Sabemos que ellos la pasarán a nuestros nietos.
Y como bendición mayor de Dios, tuvimos la gracia de conocer a los Heraldos del Evangelio y venir a formar parte de esta Asociación donde recibimos cada día nuevos medios de profundizar en la vida espiritual, a través de la oración fervorosa y constante, de actitudes concretas de apostolado, del ejercicio de la caridad, la belleza de la música y la solemnidad en las ceremonias religiosas.
La convivencia en esa comunidad nos llena de alegría y paz, aumenta cada vez más en nosotros el amor a Dios y a su Madre Santísima, además de tornar más fácil la misión de evangelización a la que fuimos llamados.
Es como un perfume que se esparce en el aire: acaba alcanzando también a nuestros familiares y amigos, atrayéndolos para el mismo ideal, en una reacción en cadena.
Así será contagiado un número cada vez mayor de personas, que, a su vez, propagarán también la devoción a Nuestra Señora como forma de llegar a Jesús.
La célula de esa expansión es la familia, más unida cuanto más fiel es a la doctrina de Cristo. Si conseguimos que muchas sean así, este mundo será un día una visión del Cielo que nos espera, un mundo donde María reinará soberana y triunfal, conforme prometió en Fátima.
Por Eliana m. L. Vassellucci
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