lunes, 25 de noviembre de 2024
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El heraldo del Evangelio jefe de una secta

Redacción (Viernes, 20-09-2019, Gaudium Press) Conmemoramos hace pocos días, el 16 de septiembre, el glorioso martirio del obispo de Cartago S. Cipriano (210-258), «admirable por su santidad y doctrina, que dirigió excelentemente la Iglesia en tiempos muy adversos», verdadero Heraldo del Evangelio, como nos recuerda el Martirologio; pero brutalmente asesinado con menos de 50 años.

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Por predicar el Evangelio fue condenado

La «Liturgia de las Horas» – que todo religioso y todo clérigo debe rezar cotidianamente, presenta para meditación las actas judiciales de su condena. Y llama la atención que fue él conducido al verdugo bajo la acusación de ser «jefe de una secta». La actualidad del santo africano, que entonces se hallaba en «las periferias del mundo civilizado», llama la atención.

Los escritos del santo africano, sus palabras, su ejemplo, sobrepasaron la provinciana ciudad de Cartago, para hacer eco en todo el orbe, y principalmente en Roma, sede del papado y del imperio. Pero el odio contra su ortodoxia y fidelidad a las enseñanzas de Jesucristo, hizo que cuando el emperador Valerio decretó que «los obispos, los padres y los diáconos sean ejecutados» en el instante de su aprehensión, añadió una orden personal de captura e inmediata condena a muerte contra el santo cartaginés, como él mismo testimonia en una de sus últimas cartas (A Sucessus, n. 80). Tal era la fama de santidad de la que gozaba en vida. Santos hay en la Historia de la Iglesia que muchas veces son objeto, incluso antes de encontrarse con Dios, de veneración y respeto, amor y admiración por los católicos; y odio de parte de los que no quieren ver practicada aquella ley de amor que Jesús nos enseñó: «no cometerás adulterio, no cometerás homicidio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honrarás a tu padre y a tu madre…» (Lc 18, 20).

El heraldo del Evangelio jefe de una secta – Acusación

Así, Cipriano fue preso y llevado delante del procónsul Galério, quien quiso hacer una ridícula puesta en escena. «¿Eres tú quién te presentas a los hombres como papa de esa secta sacrílega?», preguntó el magistrado. «¡Soy yo!» respondió el santo obispo, con la altanería de un verdadero hijo de Nuestro Señor Jesucristo; como otro nuestro Divino Maestro a los atormentadores en el Huerto: «Yo soy» (Jo 18, 5). «Piensa bien…» respondió el juez, pero apenas oyó por respuesta: «En asunto tan simple no hay lugar para dudas». Así, fue luego labrada la sentencia malvada: «reuniste a tu alrededor grupos de criminales… eres el instigador y portavoz de acciones altamente reprehensibles… ¡tu sangre será derramada conforme a la ley!». En la paz del verdadero mártir, el obispo respondió: «¡Sean dadas gracias a Dios!».

El pueblo quería ser decapitado con él

Entonces se originó un tumulto entre el pueblo: «¡Queremos ser decapitados junto con él!» gritaban los católicos, las vírgenes y las viudas, los padres de familia y los niños. El ejército romano se vio desbordado por la población indignada, por ser privados de su santo pastor. El Obispo, sin embargo, usó su influencia para apaciguar a todos.
Fue él conducido a un claro, en el bosque, donde en la presencia de todos, estando de pie, habiéndose despojado de los ornamentos sagrados que lo revestían, se quedó con una túnica de blanquísimo lino. Un diácono y un presbítero lo ayudaron a vendar los ojos, y el prelado todavía tuvo la caridad de ordenar que diesen «25 monedas de oro» al verdugo… El hombre hizo su papel: «así, el bienaventurado Cipriano sufrió su pasión».

Persecución religiosa a los católicos y el arma de satanás

Pocos días después el malvado juez también murió, súbitamente. Y ambos se encontraron delante del Tribunal de Dios.

Las noticias de los diarios repiten, hasta la saciedad, que en nuestro siglo XXI los católicos somos la religión más perseguida en toda la faz de la tierra. Sólo en Paquistán, donde un verdadero milagro retiró a la mártir Asia Bibi del corredor de la muerte, después de languidecer durante nueve años en los mazmorras de Lahore, actualmente 187 católicos esperan la misma suerte que sobre ella cayó, como espada de Damocles, por dos lustros. Y no sólo eso. En el occidente, como muy bien escribieron recientemente una pareja católica, Hamiltom y Cristiane Buzi (Ser Iglesia en el siglo XXI, en «Heraldos del Evangelio», 213, set/19, pp. 16-21) «en un mundo que aparentemente cultiva la paz, la comprensión y el diálogo, se torna cada vez más difícil ser católico auténtico», pues «hay otras formas más sutiles y eficaces de persecución, de las cuales el demonio se vale hoy en cantidades». «Escoger un buen colegio para nuestros hijos o buscar un entretenimiento que no hiera la moral cristiana exige un esfuerzo y una pericia que no están al alcance de todas las familias.»

¡Incienso a los ídolos, no!

A cada instante somos invitados a colocar pequeños o grandes puñados de incienso a los pies de los nuevos dioses paganos, cuyos nombres no son Júpiter, Baco o Diana, pero si la deshonestidad, la mentira, el relativismo. «Para los fieles de nuestros días, los cristianos de los primeros siglos se presentan como modelos de radicalidad evangélica», declaran Hamilton y Cristiane, proclamando con la ufanía de S. Cipriano su confianza en la divina gracia que Jesús, a ruegos de María, siempre nos obtiene, para «dar testimonio de Él delante del mundo… ser mártires de la ortodoxia, confesores de la verdadera doctrina, defensores de la moral católica multisecular y fieles seguidores del Magisterio, aunque que eso suponga dejarnos crucificar con Él, como lo hicieron los primeros cristianos».
San Cipriano de Cartago auxilie a todas las familias católicas a seguir el luminoso ejemplo de Hamilton y Cristiane.

De la redacción de Gaudium Press 

 

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