Redacción (Domingo, 06-10-2019, Gaudium Press) La riqueza y variedad espiritual de nuestra Santa Madre Iglesia Católica Apostólica Romana, ha sido precisamente una de las más bellas cualidades de este inmaculado cuerpo de Cristo hoy día tan ultrajado y despreciado por el laicismo moderno: Diversidad de carismas, ritos, ceremonias, estilos de vida y ambientes envueltos en sacralidad que eleva a la consideración de lo que será la magnificencia y dulce seriedad de la vida celestial.
A este respecto vale recordar un bonito «Ambientes-Costumbres-Civilizaciones» que el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira publicó en el No. 96 de «Catolicismo» en diciembre de 1958: Pobreza y fausto: extremos armónicos en el firmamento de la Iglesia. El Dr. Plinio analiza la actitud recogida y austera de un monje y la compara con el esplendor de una ceremonia Vaticana.
Un aspecto de la Santa Iglesia: En una celda llena de penumbra, ante un crucifijo que recuerda la muerte más dolorosa que jamás hubo, un monje cartujo hojea su devocionario. Revestido de un simple, tosco y pobre sayal, y con su barba larga, ese religioso parece la propia personificación de todos los elementos que impregnan el ambiente que lo rodea: extrema gravedad, varonil resolución de solo vivir para lo que es profundo, verdadero, eterno; noble simplicidad, espíritu de renuncia a todo cuanto es terreno, pobreza material, en fin, iluminada por los reflejos sobrenaturales de la más alta riqueza espiritual.
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Otro aspecto de la Iglesia:
En la inmensa nave central de la Basílica de San Pedro, se desplaza majestuoso el cortejo papal. En la fotografía se percibe apenas una parte de él: algunos Cardenales y los dignatarios eclesiásticos y laicos que preceden inmediatamente la Silla Gestatoria. Y en esta, el Sumo Pontífice con los famoso «flabelli» a lado y lado, seguido de la Guardia Noble. Al fondo se yergue el Altar de la Confesión con sus elegantísimas columnas y su espléndido dosel. Y bien más atrás el célebre «Gloria» de Bernini. Las altas paredes recubiertas de mármoles admirables y adornados con relieves. Los arcos, al mismo tiempo, leves e inmensos. Las luces resplandecen como si fueran estrellas o fulgurantes piedras preciosas, todo en fin, revestido de una grandeza, de una riqueza que es el «supra-sumo» de lo que la tierra puede ofrecer de más bello. Es la mayor pompa de la que el hombre es capaz, realzada a su vez por la magnificencia del arte y por el esplendor de los recursos naturales de la piedra.
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Lo que en el monje es gravedad y recogimiento, en el cortejo pontificio es fausto. Lo que en uno es simplicidad, en el otro es refinamiento. Lo que en uno es renuncia a las criaturas, en el otro es abundancia espléndida de ellas.
¿Contradicción? Tal vez es lo que algunos pensarían.
¿Se puede amar al mismo tiempo la riqueza y la pobreza, la simplicidad y la pompa, la ostentación y el recogimiento? ¿Se puede al mismo tiempo alabar el abandono de todas las cosas de la tierra y la reunión de todas ellas para constituir una escena en la que reluzcan los más altos valores terrenales?
El asunto es de mucha actualidad hoy día en que su Santidad el Papa Juan XXIII se muestra tan edificantemente celoso de las espléndidas tradiciones vaticanas, con el manifiesto desconcierto que produce la actitud de personas que tienen una mentalidad como la de Aneurín Bevan (1).
No. La verdad es que entre una y otra escena no existe ningún tipo de contradicción, excepto en la mente de los siervos y esclavos igualitarios de la REVOLUCIÓN (2). Al contrario, la Iglesia se muestra santa, precisamente porque con igual perfección y con la misma sobrenatural genialidad sabe organizar y estimular la práctica de las virtudes que resplandecen en la vida austera del monje y refulgen en el sublime ceremonial del papado. Incluso todavía más: una cosa se equilibra con la otra. Casi que podríamos decir que -en el buen sentido de la palabra- un extremo compensa al otro y con él se concilia.
El fondo doctrinal en el cual estos dos santos extremos se armonizan es muy claro: Dios Nuestro Señor nos dio la belleza de las criaturas a fin de que ellas nos sirvan para llegar hasta Él. Así pues, es necesario que la cultura y el arte, inspirados por la fe, pongan en evidencia todas las bellezas de la creación junto con los esplendores del talento y la virtud humana. Eso es lo que se llama la cultura y la civilización cristiana. Con esto, los hombres se forman en la verdad y en la belleza, en el amor a lo sublime, a lo jerárquico y al orden del universo que refleja la perfección de Aquel que lo hizo todo. Y así las criaturas nos sirven para nuestra salvación y la glorificación divina. Pero de otro lado ellas son contingentes y pasajeras, solamente Dios es absoluto y eterno. Hay que recordarlo. Y por eso es bueno también tener espíritu desapegado de los seres creados, para que en el desprecio de ellos se pueda pensar únicamente en el Señor. Del primer modo, es decir considerando todo lo que las criaturas son, se sube hasta Dios. Pero del otro modo se va también a hasta Dios considerado lo que ellas no son. La Iglesia convida a sus hijos a ir por una y otra vía simultáneamente: por el espectáculo sublime de su pompa y por la consideración admirable de las renuncias que solamente Ella sabe inspirar y realizar efectivamente».
Queda claro que tanto el esplendor de la pompa y lo austero del claustro, llevan a Dios cuando el alma sabe considerarlos, y vivir inteligentemente educada entre estos dos santos extremos armónicos pero no contradictorios.
Por Antonio Borda
(1) Aneurin Bevan (1897-1960). Líder laborista inglés, enemigo de todas las pompas y que asistió de espaldas a la ceremonia de coronación de la reina Elizabeth II en 1953. Lo que la prensa y TV en aquella ocasión destacó con notoria aprobación.
(2) REVOLUCIÓN según lo explicado en el libro «Revolución y Contra-Revolución» de Plinio Correa de Oliveira, 1959.
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