viernes, 22 de noviembre de 2024
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Al abrazar el pecado, los hombres se cierran a la luz procedente del Verbo

Redacción (Viernes, 08-11-2019, Gaudium Press) El Evangelio de San Juan, presenta a Cristo como luz, vida y verdad, que se revela a los hombres sumergidos en las tinieblas de la ignorancia y el pecado, y a través de esa revelación, los eleva a la contemplación de los misteriosos e infinitos horizontes sobrenaturales de la fe.

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Vemos, así, cuánto es densa de significación esa aproximación que San Juan hace respecto a vida y luz. Por otro lado, podemos deducir hasta qué punto el polo opuesto estaría colocado en la muerte y tinieblas, no en el sentido de que se pueda considerarlas como una potencia increada y en lucha contra Dios como desearían los maniqueos, o los gnósticos, por ejemplo. Pero de hecho enteramente aplicables a los que se blindan en relación a la luz, o sea, a la Palabra de Dios, y después de lanzarse a las tinieblas, acaban por conferir la muerte a su espíritu.

Si la vida se torna tal solo cuando se reconoce llamada por Dios y solo en esta comprensión – de ser «luz» – es vida, es necesario que exista también la posibilidad de recusar tal comprensión y tornarse «tinieblas».

Tinieblas en S. Juan no significa, como en el gnosticismo, una substancia eterna y contraria a Dios; sino es un acto histórico, esto es, la revuelta que traspasa toda la historia del hombre contra el apelo de la palabra divina y el cerrarse del hombre en sí mismo.

Por eso la condición del hombre cerrado en sí y que busca mantener esa orgullosa autosuficiencia es caracterizada por Juan como matar la verdad y ser mentiroso (8, 30-47), buscar la gloria (esto es, la luz aparente) de los hombres en vez de la gloria (la verdadera luz) de Dios (5,44; 7,18; 12,43)[1].

En contraste con las «tinieblas», comprendemos todavía mejor la pulcritud de la «luz», como también el porqué de la afirmación de Jesús:

«Tu ojo es la luz de tu cuerpo. Si tu ojo es simple, todo tu cuerpo será luminoso» (Mt 6, 22). De hecho, se puede asegurar que si tu ojo es simple, tu interior será luminoso.

Si tu intención es recta, tu interior estará penetrado de luz. Si tu corazón es puro, verá las cosas como realmente son. Así, tener el interior luminoso significa ver las cosas en su verdadera luz, apreciarlas según su justo valor, de dentro del prisma de la eternidad y en función de sus relaciones con el Verbo de Dios.

Al preguntarse San Andrés de Creta, obispo, en su sermón de Domingo de Ramos:

«¿Qué luz es esta?», respondió luego a seguir con toda clareza:

«Solo puede ser aquella que ilumina a todo hombre que viene al mundo (cf. Jn 1,9). La luz eterna, luz que no conoce el tiempo y revelada en el tiempo, luz manifestada por la carne y oculta por naturaleza, luz que envolvió a los pastores y se hizo para los magos guía del camino. Luz que desde el principio estaba en el mundo, por quien fue hecho el mundo y el mundo no la conoció. Luz que vino al que era suyo, y los suyos no la recibieron»[2].

Ahí está ese Dios que «habita una luz inaccesible» (1 Tm 6, 16) en la realización de su eterno deseo de comunicar su propia vida, «la luz de los hombres» (Jn 1, 4). Y de ahí se entiende el porqué de los hombres, cuando abrazan el pecado, cierran los ojos a la luz procedente del Verbo, Vida de nuestra vida, Luz de nuestra inteligencia. A la salvación, prefiere el pecador las desordenadas tinieblas de sus pasiones, de sus malas inclinaciones.

Aquella vida es la luz de los hombres, pero los corazones insensatos no pueden comprenderla, porque sus pecados no les permiten; y para que no supongan que esa luz no existe, por el hecho de que no pueden verla, prosigue: «La luz resplandeció en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron».

Por eso, hermanos, así como el hombre ciego colocado delante del sol, aunque esté en su presencia, se considera como ausente de él, de esa manera todo insensato, todo inicuo, todo impío es ciego de corazón. Está delante de la sabiduría, pero como un ciego, sus ojos no la pueden ver: ella no está lejos de él, pero él es quien está lejos de ella [3].

Por Monseñor João S. Clá Dias, EP

(in LUMEN VERITATIS. São Paulo: Associação Colégio Arautos do Evangelho, n.2. jan-mar 2008. p. 22; 29-30. (adptado))
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[1] RATZINGER, Joseph. Dicionário de Teologia, de Heinrich Fries – III vol. – pág. 207 – Edições Loyola – São Paulo – 1987).
[2] Liturgia das Horas, Vol. II, tradução para o Brasil da 2ª edição, 1999, Editoras Vozes, p. 366
[3] AUGUSTINOS, In Evangelium Ioanenis Tractatus Centum Viginti Quatro, § 18-19. Disponível em . Acesso em: 24 jun. 2007. Traducción propia.

 

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