lunes, 25 de noviembre de 2024
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Si Talleyrand hubiese sido santo…

Redacción (Martes, 03-12-2019, Gaudium Press) Seminarista a la fuerza por voluntad de sus padres, no dejó de decir el gran Talleyrand que los años de su vida donde más aprendió, donde tuvo una mejor educación, fueron los trascurridos en el seminario en París.

«Pasé tres años en este seminario casi sin hablar. (…) La biblioteca del seminario de San Sulpicio, enriquecida por el cardenal de Fleury, era numerosa y selecta. En ella pasaba los días leyendo a los grandes historiadores, la vida privada de los hombres del Estado, a los moralistas y a los poetas. Sobre todo devoraba los libros de viajes. Una tierra nueva, los peligros de una tormenta, la descripción de un desastre, la pintura de un país en el se veían huellas de grandes cambios y alguna vez de trastornos, todo ello tenía un gran atractivo para mí. (…) Mi tercera y verdaderamente útil educación data de esta fecha. Y como fue muy solitaria, muy silenciosa, como siempre estaba entablando un diálogo con el autor que tenía entre manos, y como no podía juzgarle más que por mi propio juicio, me ocurría pensar que cuando éramos de opiniones distintas era yo quien tenía razón. De ahí que mis ideas hayan sido siempre mías. Los libros me han enseñado, pero no me han avasallado». 1

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Apertrechado con esta auto-educación, pero ciertamente también con la profundidad y la sutileza que dan los estudios de teología, sumado todo a la grandeza de su sangre y a su desmedida ambición, Talleyrand comienza a recorrer los caminos de un mundo que lo llevaron al pináculo del poder, del prestigio, de la riqueza, incluso en plena agitación de la Revolución Francesa y convulsiones posteriores.

Los gobiernos se sucedían, caían, se devoraban los unos a los otros, pero Talleyrand sobreaguaba, y se tornaba indispensable a los recién llegados, ofreciendo al estudioso el espectáculo de una carrera pública de las más largas y apasionantes de la historia.

Y a pesar de que casi todo lo que quiso de engrandecimiento lo consiguió, había algo que no dejaba en paz a su conciencia, que se constituyó en su lastre interior hasta el final de su vida, y fue el haber impulsado la Constitución Civil del Clero y haber ordenado -de forma ilegítima y sacrílega- a los primeros obispos constitucionales, sin la autorización de Roma. Era dicha Constitución el intento de la Revolución Francesa de hacer una Iglesia a su imagen y semejanza, que no a semejanza de la que Cristo fundó.

Dos meses antes de morir, en una declaración que no brilla por su claridad sino por su ambigüedad, Talleyrand se retractó de los errores a los que había adherido al firmar la Constitución Civil del Clero, entre otros:

Impresionado cada vez más por graves consideraciones, conducido a juzgar a sangre fría las consecuencias de una Revolución que lo ha arrasado todo y que dura desde hace cincuenta años, he llegado, al término de una edad avanzada y después de una larga experiencia, a censurar los excesos del siglo al que he pertenecido y a condenar francamente los graves errores que, en esta larga serie de años, han turbado y afligido a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, y en los cuales he tenido la desgracia de tomar parte.

Si al respetable amigo de mi familia monseñor arzobispo de París, que me ha dignado asegurarme las benévolas disposiciones del soberano pontífice hacia mí, le place hacer llegar al Padre Santo, como deseo, el homenaje de mi respetuoso reconocimiento y de mi entera sumisión a la doctrina y a la disciplina de la Iglesia, a las decisiones y juicios de la Santa Sede sobre los asuntos eclesiásticos de Francia, me atrevo a esperar que Su Santidad se dignará acogerlos con toda bondad. (…) Nunca he dejado de considerarme como un hijo de la Iglesia. De nuevo deploro los actos de mi vida que la han contristado, y mis últimas plegarias serán para ella y para su jefe supremo.

Charles-Maurice de Talleyrand.

Bello pero a la vez terrible escrito.

En dos meses se presentaría aquel príncipe -que revolvió a Europa con su lengua y con su pluma- ante la más magnífica corte, la del Rey de Reyes y Señor de Señores. Y lo primero, sería su juicio particular.

Ahí en esos decisivos momentos, no tendrían cabida ni los artilugios de su prosa, ni el encanto de su personalidad, ni las muchas influencias mundanas de las que usó con profusión a lo largo de sus días. Estaría frente a frente ante la Grandeza Absoluta, cegado por la Justicia Infinita, intimidado por la Inocencia Inmaculada. Y Ella le daría la sentencia irrevocable, eterna, sobre el uso que hubo dado a los grandísimos talentos con que Ella lo quiso regalar. Particularmente pesaría en la balanza el grave daño que había causado a la Iglesia, cuando desde las cumbres de un poder enloquecido como eran los de la Revolución, osó lo que muchos han intentado pero ninguno ha conseguido, destruir la Eterna Iglesia de Jesucristo.

Ante tamaña e impía osadía, palidecen las líneas de su débil retractación.

¿Donde estará Talleyrand? ¿En alguna de las moradas eternas o en la temporal? O más claramente, ¿se habrá condenado el gran Talleyrand?

Y si Talleyrand hubiese sido santo, como lo pedían la abundancia de sus dones, que ya manifestaban la predilección del Creador. Si en lugar de plegarse e incluso favorecer las olas de la impiedad, hubiese sido un cruzado, no un mundano sino un fiel mosquetero de la fe, si no hubiese sido instrumento servil para el encumbramiento del siniestro Napoleón, si hubiese apoyado a los Vandeanos, si, si… muy probablemente otra hubiese sido la historia, no solo de Francia, sino del mundo. A Talleyrand el juicio particular no sería solo sobre su vida, sino sobre su proyección en la vida de muchos otros.

Y ahora, a pocos días de la seca muerte, Talleyrand seguramente horrorizado, contempla lo que es la vanidad de vanidades y solo vanidad, y contempla la Grandeza divina que se acerca, inexorable, que pide cuentas, que divide con su espada de dos filos, y a unos los manda con los corderos y a otros con los cabros, a unos a la dicha sin fin y a otros al crujir y rechinar de dientes.

Talleyrand, de que te sirvió en ese momento, haberte inclinado ambicioso ante la fatua grandeza del vano mundo…

Por Saúl Castiblanco

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1. Memorias del Príncipe de Talleyrand

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