Redacción (Jueves, 09-01-2020, Gaudium Press) ¿Cuál es la génesis, el origen, la base sobre la que se asienta la santidad, esa aspiración de todo bautizado? Parte de un reconocimiento sincero de la nada de la miseria humana, y del encanto por la totalidad única y benevolente que es Dios. El cántico del Magníficat proclamado por la Santísima Virgen, es como la roca firme sobre la cual se construye el edificio de la santidad. Esa disposición de espíritu humilde y agradecida, constituye el preámbulo necesario para ser santo, antes mismo de la práctica de los mandamientos, del ejercicio de las obras de misericordia, o de la comprensión de los artículos del Credo. Sin humildad y sin el poder de Dios que nos auxilia con su gracia, no hay mérito ni hay santidad.
Humildad, Santidad y Eucaristía ¡desigual y maravillosa trilogía! Todos los santos del Cielo y de la tierra han sido o son almas eucarísticas y humildes. También las del Purgatorio, por cierto, aunque quizás podrían haberlo sido un poco más…
Con propiedad se dice de algunos santos que son específicamente eucarísticos, como San Pascual Bailón, San Pedro Julián Eymard o San Manuel González. Estos hicieron de sus vidas un culto apasionado al Santísimo y un apostolado ardiente del misterio eucarístico. Pero todos los santos, una vez más, fueron o son familiares de la Eucaristía, en las tres estancias que componen la Iglesia Católica: la triunfante, la purgante y la militante.
Ahora, podemos preguntarnos ¿fueron santos porque adoraban a la Eucaristía, o es por el hecho de haberse santificado que llegaron a ser almas eucarísticas? Parece una pregunta inútil, pues se diría que ambas cosas se equivalen, pero no es así. La respuesta se impone y es segura: se santificaron -entre otras razones pero muy fundamentalmente- porque adoraron el Sol Eucarístico que iluminó su caminar.
Porque la Eucaristía no es algo accidental ni, mucho menos, ¡nunca! un misterio «desechable» en la vida espiritual. Ella es Dios hic et nunc, aquí y ahora ¡Jesucristo resucitado está solamente a la derecha del Padre y en la Hostia consagrada!
Consideremos la obligación dominical de participar de la Misa. No se concibe que un católico no la cumpla. No solo es hacer acto de presencia ocupando un banco en la iglesia; tampoco hay que estar consolado o lleno de ganas para ir a Misa, no. Es ir a Misa sabiendo de qué se trata y participando con atención y respeto. En todo caso ¡bendito desgano remando contra el cual se cumple el deber! Pero, ¡cuán pocos cumplen el precepto!
Además del mandamiento, hay otras fuertes motivaciones para ir a Misa: el beneficio de escuchar de la Palabra de Dios y de recibir la Comunión, la posibilidad de reconciliarse con Dios mediante la confesión si fuese necesario, la bendición que se recibe; también el reencuentro con amigos y conocidos, el buen ejemplo dado en la familia, a vecinos, a la comunidad. Otra cosa: el hecho de que se da un encuentro con los Ángeles, lo que no es decir poco, porque donde está el Santísimo, están los Ángeles adorándolo… a la espera de los hombres. ¡Es que la Misa es algo enorme, infinito! Es la renovación y actualización del Sacrificio de la Cruz que me redimió y me abrió las puertas del Cielo; estando allí, se aplican a mi persona los méritos infinitos de Cristo ¡Cómo perder mi Misa dominical!
Pero el empeño de santificarse y el amor a la Eucaristía no se cifran solo en el cumplimiento de los días de precepto. La palabra «Misa», del latín, missio, significa «envío». Y el rito de despedida es elocuente: «Ite Misa est», «pueden ir en paz», «glorifiquen al Señor en sus vidas», «que el Señor les acompañe», o como se diga, según los lugares. Es un envío formal, un mandato: hay que pasar la semana a la luz del doble banquete que se sirve en la Misa, el de la Palabra y el de la Eucaristía, banquete que va echando raíces en el alma, a veces imperceptiblemente, enriqueciendo la vida interior, santificando…
El domingo es el Día del Señor; es el primero y principal de la semana, es el día de la Resurrección. Los otros días serán consecuencia de cómo se lo haya vivido. Si no se cumple el precepto, no se tendrán las energías para pasar la semana cristianamente y se estará mucho más expuesto a las caídas y a los fracasos. Lo sabemos por experiencia… Ahora, si por una razón justa no se puede ir a la Misa, no hay falta. Pero hay que tener bien claro el valor intrínseco de la Santa Misa que vale infinitamente más que otras tantas «cosas importantes»…
Los días de la semana son un tesoro para nuestra santificación y no deben ser desaprovechados: La vida en familia, el trabajo y el estudio, las relaciones con otras personas, la oración, las visitas al Santísimo, las obras de bien, en fin, todas las cosas grandes o pequeñas del día a día, hechas al soplo del envío dominical.
Concluyendo, digamos algo sabido, pero poco considerado: el llamado a la santidad es universal, puesto que hay un designio individual de Dios sobre cada persona que debe cumplirse. Con la energía que da la Eucaristía, se puede realizar ese designio. Prescindiendo de la Eucaristía, nunca. Y tanto es así, que San Anselmo, Doctor de la Iglesia, sentenció: Una sola Santa Misa ofrecida y oída en vida con devoción, por el bien propio, puede valer más que mil Misas celebradas por la misma intención, después de la muerte.
Si una sola Misa vale tanto, ¿qué no valdrá la Misa semanal? ¿Y qué valor no tendrá una vida entera a la luz de la Eucaristía regularmente adorada y celebrada? ¿Qué valor? Pues el valor de forjar santos y de abrir las puertas del Cielo.
Comienza el año 2020, lleno de incógnitas… Iniciémoslo con el propósito de ser santos bajo el manto de María y familiarizándonos con el Pan de Vida. A no ser que no queramos que el Señor «obre grandes cosas en nuestro favor» (cf. Lc 1, 49).
Por el P. Rafael Ibarguren, EP
(Publicado originalmente en www.opera-eucharistica.org)
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