Redacción (Martes, 14-01-2020, Gaudium Press) El horror de la amputación de una pierna en un hospital español de caridad en pleno siglo XVII, puede ser fácil de imaginar.
No más leer los relatos de lo que era la cirugía en aquellos tiempos sin anestesia, ni antibióticos, ni instrumentos quirúrgicos apropiados y en condiciones higiénicas que dejaban mucho que desear, ayuda a hacernos una idea completa del estado de atraso que se padecía pero también de la capacidad de sufrimiento de las gentes de esa época, que asumían el dolor sin tanta lamentación y pena, como no sucede hoy con casi todos los dolientes del mundo que no más comienzan los dolores y ya están exigiendo desesperadamente analgésicos, sedantes y morfina.
A Miguel Pellicer, un campesino pobre de 19 años de edad, tuvieron que cortarle una pierna gangrenándosele cuatro dedos abajo de la rodilla, seguramente con dolores tremendos. Eso fue en el mes de octubre de 1637.
Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza
Como era analfabeta y labrador de oficio, también podemos imaginar el estado de ánimo en que quedó al verse reducido a la mendicidad a las puertas del Santuario de la Virgen del Pilar, donde se había ubicado para pedir limosna, oír misa todos los días y aplicarse con fe española en la herida del muñón todavía apenas sanándose, aceite de las lámparas votivas que la feligresía dejaba allá encendidas. Ciertamente pedía curarse pronto para volver a la casa de su padres en el campo, a pie, apoyado en una muleta y con una pierna de palo.
Pero Nuestra Señora del Pilar le dio mucho más. Al poco tiempo de haber llegado a casa y al final de un día de trabajo en el terruño familiar, habiéndose retirado a dormir un sueño profundo y reparador, sus padres al entrar en la habitación que compartían y verlo tendido sobre el jergón, notaron un agradable aroma, y al iluminar con un candil el cuerpo de su hijo derrotado por la vida, notaron que debajo de la manta sobresalían dos piernas.
Del milagro hay actas notariales, testimonios juramentados, declaraciones de testigos -incluida por supuesto la del cirujano que cortó la pierna- confirmaciones episcopales y otras pruebas que lo hacen irrefutable. Calanda, el minúsculo pueblito aragonés de donde era Miguel, se volvió famoso y hoy también allá hay un bello templo votivo a la Virgen del Pilar, edificado con la fe y las limosnas de sus habitantes. Son tan famosas sus celebraciones de Semana Santa que la UNESCO tuvo que declararlas Patrimonio Cultural de la Humanidad.
A Miguel le creció otra pierna ya que la suya había sido enterrada en un cementerio de Zaragoza. Incluso el rey se interesó en el milagro y delegó al Conde-Duque de Olivares que averiguara hasta la total confirmación el hecho que terminó siendo reconocido plenamente por una nación que tiene fama de desconfiada y temperamental.
Para Dios nada hay imposible. A pesar del esfuerzo que han hecho los enemigos de la Cristiandad por desvirtuar el milagro, comenzando por el ya difunto director de Cine Luis Buñuel -que hizo todo lo posible para que las celebraciones santas de Calanda fueran simplemente tenidas como algo costumbrista, folclórico y turístico- parece que la fe todavía se mantiene firme en ese pueblo aragonés y quiera Dios siga subiendo al Cielo como incienso.
En la Imitación de Cristo hay una queja y consejo de Jesús para quienes pasan por momentos duros de la vida y buscan soluciones en la cosas de este mundo. (1) La humanidad no puede seguir depositando su confianza solamente en el progreso material, en el diagnóstico de la máquinas y en los cada vez más desconcertantes inventos para solucionar problemas de salud: medicaciones que alivian pero afectan el organismo, trasplantes de órganos, implantes de dispositivos, conexiones artificiales, uso de restos de niños abortados, y cuando todo esto no soluciona nada, acudir a la eutanasia como un desafío a la Divina Voluntad de nuestro Creador, el único que tiene absoluto derecho sobre nuestra vida.
Miguel vivió diez años más después del milagro. A los treinta ya cumplidos murió asistido espiritualmente dejando un testimonio de fe y confianza en Dios, que con certeza fortaleció también a muchos de sus contemporáneos y a los que todavía hoy creen firmemente y mantendrán la fe, a pesar de las terribles pruebas que Nuestra Señora nos advirtió cuando le dijo a la pobre Jacinta muriéndose en un hospital de Lisboa, que algunos médicos ya no curaban porque estaban perdiendo la fe.
Por Antonio Borda
(1) Imitación de Cristo, Libro III, Cap. XXX.
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