Redacción (Jueves, 16-01-2020, Gaudium Press) Comúnmente se piensa la vida de piedad – oración, sacramentos, sacrificios – como un medio para contrarrestar el pecado y las malas inclinaciones del pecado original y favorecer la virtud, lo que es evidentemente adecuado.
Pero también podríamos pensarla como una forma de que Dios vaya construyendo en nosotros aquello que él quiere que seamos, para que brillemos finalmente en el firmamento celestial como una de sus joyas, reflejo perfecto y particular de Él.
Es eso trasladar un poco la visión del eje de la vida espiritual, llevándolo desde el hombre más hacia Dios.
La vida espiritual se entiende en esta línea, como una preparación para cuando nos presentemos ante Dios y Él nos pregunte: «¿Qué es lo que usted hizo de sí mismo?».
Exclamaba el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira: «¡Cómo la vida humana queda más noble cuando vista así! Y cómo esto se escucha bien en términos de catecismo, por ejemplo enseñado a niños: ‘Tú naciste para esto, hay una cosa así, búsquese en Dios y usted lo amará mejor’. Eso sólo ya sería un paso en la dirección a un Reino de la Virgen».
Cada uno es único, y cada uno debe ser consciente que es un reflejo único de Dios que ningún otro ser podrá dar. Mientras más camine en la línea de la virtud, más será ese reflejo de Dios. Pero caminar en la virtud termina siendo sinónimo de irse identificando cada vez más con ese reflejo de Dios que el Absoluto quiere que sea.
De esta manera, la propia visualización de sí mismo cambia y adquiere alturas gigantescas.
Es decirse: «Hago parte de un universo magnífico, que es reflejo perfecto del Creador, pero que es por su vez perfectible. Es este un Universo en movimiento, movimiento que debe ser reflejo de los ‘movimientos’ internos de la Santísima Trinidad y que debe también glorificarlo a Él. El movimiento que Dios pide de mí es el de la procura de un perfeccionamiento, de un brillo, para habilitarme a estar configurado en la Corte Celestial. Porque el reflejo perfectísimo de Dios se dará cuando se acabe el mundo, y todo esté configurado en forma bella y definitiva, particularmente el Cielo Empíreo con su corte de ángeles y santos de Dios. Ese es el verdadero sentido de mi vida: ser el diamante que Dios quiere que sea, para que en el cielo el reflejo de ese diamante lo glorifique por toda la eternidad».
El diamante para alcanzar su brillo, requiere ser sacado de la tierra. Necesita luego ser limpiado, ser pulido, tal vez golpeado para el facetado, esmerilado. Después puede engastarse en el collar de una princesa, o en el anillo de una dama o un caballero. El diamante para ser lo que debe ser también cumple esos ‘movimientos’.
Debemos pues abandonarnos en las manos del joyero divino. Que sea el que consiga el brillo que deben dar nuestras almas, piedras en bruto. Abandonándonos a todo momento a su Providencia, sabemos que estaremos recorriendo el camino que debemos recorrer.
Abandonarnos en sus manos, significa invocarlo a todo momento, a la Virgen, a los ángeles, a los santos, buscando que sean ellos los que nos guíen.
Por Saúl Castiblanco
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