Redacción (Jueves, 23-01-2020, Gaudium Press) El título tal vez parezca -o efectivamente sea- un tanto pretensioso, pero nos arriesgamos a dejarlo así. Veremos si el contenido lo justifica. Adentrémonos pues en el asunto.
La Iglesia Católica consiguió en materia de civilización, entre muchísimas otras cosas, la maravilla de abolir la esclavitud en todo un continente, con la Europa medieval. La Iglesia, al tiempo que cuidaba del pueblo, también elevó hacia un auge de civilización a las otras clases sociales, a todo el conjunto social, y es eso lo que aún turistas de todo el orbe visitan y visitan año tras año.
Castillo de Javier, casa natalicia de San Francisco Javier, España
En ese sentido, no es solo católico un templo, sino todo lo que fue consecuencia de la evangelización y de la práctica de la piedad de los pueblos cristianos europeos: por ejemplo, en una gota del aún reputado y exquisito licor Bénédictine -con su receta aún secreta de 27 plantas-, surgido en una abadía benedictina, debemos ver un ‘hijo’ de la piedad cristiana, o en el decir del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, deberíamos sentir el aroma de la sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
En un licor, en los castillos del valle del Loira, en un templo gótico, en el respeto y consideración que la cortesía cristiana destiló hacia el género femenino, en el Escorial, en el maravilloso mobiliario que poblaba no solo los palacios sino las casas modestas, en todas las maravillas que surgieron de la Civilización Cristiana deberíamos sentir el aroma de la Iglesia.
Interior de casa popular – Museo de arte popular del Tirol, Austria
Porque a pesar de que los imperios y civilizaciones paganas alguna que otra maravilla generaron, dignas de admiración, estas palidecen delante del fulgor de lo que surgió con la Civilización Cristiana: ¿Qué es una Acrópolis de Atenas comparada con un Chambord o con un París?; ¿qué es un traje de una matrona romana, comparado con los maravillosos vestidos que las damas usaron a lo largo de los siglos que duró la Civilización Cristiana?
¿Y por qué se produjeron tantas maravillas? Porque la gracia, cuyo vehículo es la Iglesia, ‘desencadenó’ y animó el instinto del hombre hacia lo maravilloso, hacia el cielo, hacia Dios, y a la búsqueda del cielo, el hombre ya fue haciendo de esta tierra un cielo. Y sólo fue con la llamada revolución copernicana -que explota de forma visible aunque no absoluta en el Renacimiento-, cuando el hombre se quiso poner en el centro de la historia, que comenzó la decadencia que hoy en día llega al paroxismo del horror y la fealdad.
María Antonieta niña
Entonces, visión ampliada de la Iglesia no es solo lo que ella es y produjo en materia de liturgia y prácticas internas, no es solo el maravilloso elenco de sus luminosos santos -hijos legítimos de la gracia vehiculada por la Iglesia-, sino también lo que ella engendró en materia de civilización. En ese sentido, un zapato de seda de María Antonieta es católico, mientras que un jean roto usado hoy por todo mundo no. El zapato de seda nos habla de perfección, el jean no.
Porque las maravillas generadas lo fueron, insistimos, por sociedades que a la búsqueda de Dios buscaban la perfección conexa con Dios, y en esa búsqueda ya fueron poblando de perfecciones y maravillas esta tierra.
Y las maravillas que fueron surgiendo, servían de peldaños para nuevas maravillas: un castillo inicial era la materia prima para que después la piedra de otros castillos fuera trabajada como maravillosos encajes. Un cubierto primitivo, era el primer paso para un cubierto más refinado, más perfecto, más acorde con el cielo de Dios, que era siempre buscado por el instinto de lo maravilloso del hombre custodiado y animado por la vida de la gracia de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana.
En esa línea, decimos que la Civilización cristiana es la ciudadela donde habita la fe, ciudadela que a su vez es perfeccionada por la fe.
Por Saúl Castiblanco
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