Redacción (Martes, 03-03-2020, Gaudium Press) Lo más grave de un aborto no es el atentado contra la vida, aunque sea agravante el hecho de que se trata de una víctima indefensa que fue confiada por Dios a una madre. Ese tipo de crimen clama a Dios por justicia en verdad. La cooperación que Él le pide a una mujer gestante para traer una vida al mundo ciertamente es algo absolutamente respetable y debe ser acatada con amor y gratitud por parte de ella.
Pero Dios lo que ha encomendado a quienes velan por la nueva vida que nace es sobre todo un alma con todas sus potencialidades para salvarse y cooperar en la salvación de otros. Esa alma es creada por Dios para su mayor gloria pero es separada brutalmente de su cuerpecito las más de las veces de una forma horripilantemente cruel y sin bautismo. El horror de ese acto se debe medir entonces por la ofensa infinita que se le hace a Dios, un acto de desobediencia y rebelión más próximo a la naturaleza angélica caída del demonio que a un pecado de debilidad humana.
No se trunca solamente la vida, sino el plan divino del Creador con aquella alma y todo el bien que ella podría hacer con la comunión de los santos en la tremenda lucha entre el bien y el mal en esta tierra de exilio.
Es un alma que Dios llamó a brillar en la Eternidad junto a Él, la Virgen, sus ángeles y sus santos, y Él como que se ve obligado a recogerla a sus esplendores eternos -diría Dr. Plinio- por una negativa total acompañada de un crimen monstruoso.
Sería muy interesante divagar un poco sobre lo que pasa con aquella almita en proceso de santificación y vilmente rechazada. Un tema de teología que tal vez precisamente por causa de este tipo de pecado sin nombre y que rompe todos los esquemas de la historia por su amplitud hoy, puede llegar a ser el fundamento no solo para execrar con nota de infamia este siglo y civilización decadente que hoy vivimos, delante de las generaciones que vendrán para el Reino de María, sino para contrastarla con otras anteriores que por más prácticas paganas abominables que tuvieron antes de la Redención, jamás se les ocurrió llevar a ley del Estado permitir semejante práctica en la mujeres.
Pero hay algo también terrible y lamentable que agrieta profundamente la estructura de nuestra Iglesia militante. Es el doloroso estado en que quedan las almas que participan de semejante pecado: fuera de la comunión de la Iglesia. Apartados de la Iglesia verdadera fundada personalmente por Nuestro Señor Jesucristo, estas almas quedan totalmente expuestas a su condenación eterna si no se arrepienten con todo el corazón. Reunidas las condiciones, quedan fuera de nuestra comunión no solamente la madre sino los médicos, enfermeras, jueces e instituciones que haya propiciado la comisión de semejante pecado e innominable crimen.
Lamentable y doloroso ver alejarse voluntariamente y con frecuencia sin remordimiento alguno, un grupo de personas muchas bautizadas y por las cuales también estamos en la obligación de rezar para que reconozcan su abominación y vuelvan al rebaño de Nuestro Redentor Divino, que también por ellas derramó su sangre preciosísima.
Por el niño está bien pedir para que de alguna manera Dios realice con su almita el plan que tenía. Pero por los pecadores, excomulgados y al borde del abismo de su condenación irreversible y para siempre, es también un acto de caridad suplicar misericordia antes de que les toque presentarse ante el tribunal de justicia inapelable y el rostro severo y firme del Gran Juez de nuestros actos.
Por Antonio Borda
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