sábado, 23 de noviembre de 2024
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¿Confesión o anhelo de inocencia?

Redacción (Miércoles, 11-03-2020, Gaudium Press) Era un jueves soleado y húmedo en San Pablo, cerca de fin de año. La Catedral de la Sede abrió sus puertas para los fieles temprano, como de costumbre.

A las nueve horas comenzaban algunos padres a caminar por los corredores laterales del gran edificio en dirección a los confesionarios, delante de los cuales varios fieles aguardaban la llegada del sacerdote.

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– ¿Para qué esas filas dentro de la Iglesia? – preguntó a uno de ellos un curioso observador.

– Estamos esperando para confesarnos. – ¿Como así?

– Esa fila es para la Confesión, para que el padre nos atienda. ¿Usted es católico?

– Sí… Hace tiempo que oí hablar de eso. Solamente en mi Primera Comunión. ¿Cómo es exactamente?

– La Confesión es para que Dios perdone nuestros pecados. Nos arrodillamos allí en el confesionario, junto al padre, y él perdona en nombre de Dios.

– ¡Ah! Y… ¿Dios perdona realmente?

– Sí, claro, desde que haya arrepentimiento.

Se siguió un silencio prolongado, mientras el visitante iba cambiando de expresión y abstraía de las cosas en torno de sí. Entró a la Catedral movido por mera curiosidad y se sentía ahora invitado a cambiar de vida. Hace tanto tiempo no se confesaba, y ya ni sabía cómo hacer. ¿Treinta, cuarenta años?

– ¿Yo también puedo entrar en la fila?

Cualquiera percibiría el drama interno de ese desconocido, a quien Dios llamaba a la conversión.

– Sí, siga aquí a mi frente.

Un paso decisivo había sido dado en la vida de aquel hombre rumbo a la salvación de su alma. Se colocó junto a los demás, a la espera de su turno, pero no conseguía más hablar, pues las lágrimas corrían a los torrentes por su rostro.

«¿Tendré Yo placer con la muerte del impío?»

Casos como este no son raros en nuestros días. ¡Cuántos y cuántos hombres hicieron bien su Primera Comunión, pero después, infelizmente, llevados por las preocupaciones de la vida, se dejaron arrastrar por las atracciones del mundo y se olvidaron por completo de sus deberes con Dios!

Continúan siendo católicos, sí, pero católicos cuya fe se tornó como una brasa amortiguada debajo de la espesa camada de cenizas de los pecados. Y apenas guardan en la memoria algunos resquicios de sus primeras lecciones de Catecismo, aprendidas en la infancia.

Dios, sin embargo, no los olvida. En cierto momento Jesucristo golpea paternalmente a la puerta de sus almas con una cariñosa invitación para hacer una buena Confesión.

¡Qué cosa terrible sería una persona, por causa de sus graves pecados, ser condenada a las mazmorras eternas, donde los réprobos son castigados con el alejamiento de Dios, para el cual fueron creados, y sufren terribles tormentos, sin un solo instante de alivio!

Él, no obstante, sumamente misericordioso, no desea para el pecador ese destino: «¿Tendré Yo placer con la muerte del impío? – dice el Señor. – ¿No deseo, antes, que él se convierta y viva?» (Ez 18, 23).

Dios quiere perdonarnos, y para eso establece esta condición: la confesión de nuestros pecados a uno de sus ministros. (PA)

 

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