Redacción (Jueves, 26-03-2020, Gaudium Press) Cuando el Niño Jesús completó un año de edad, se dio un hecho que marcó a fondo el alma de San José. Aunque Nuestro Señor tuviese desde el primer instante de su concepción el más pleno conocimiento, Él en todo deseaba manifestarse al mundo como verdadero Hombre. Por tanto, durante los primeros meses de vida, Él no hablaba con sus padres sino por comunicaciones místicas interiores.
¡Abba!
Cierto día, entretanto, extendiendo los sagrados bracitos hacia su padre virginal, Él balbuceó -con el encanto que bien se puede imaginar- su primera palabra en arameo: «¡Abba!», esto es, «¡Papá!». San José, que poseía un corazón dedicado y de grande sensibilidad, no pudo contener las lágrimas y, con mucha humildad, interrogó a Nuestra Señora si él también debería llamar a Jesús de «mi Hijo». La respuesta de María fue, obviamente, ¡afirmativa!
El Santo Patriarca percibía que, cuando el Niño lo llamaba de «padre», no lo hacía por obligación o conveniencia, sino porque lo consideraba realmente padre. Existía entre los dos un vínculo fuerte, profundo e íntimo, como si algo del Alma divina de Jesús se ligase a la suya, intensificando la unión entre ambos. San José se sentía y era, de hecho, su padre más que si lo hubiese generado, pues tenían entera consonancia de alma, por esa paternidad mucho más entrañada que la natural.
De ese modo, cada vez que Jesús lo llamaba de «padre», se daba en su noble alma una mezcla de sentimientos: por un lado, sentía la seriedad del llamado hecho por la Providencia de ser padre de Dios; pero, por otro, notaba emanar de Él tanto cariño y tanta compasión que quedaba absolutamente tranquilo, pues sabía que vendrían de su propio Hijo las fuerzas para cumplir adecuadamente la altísima misión de protegerlo y de servir a su perfectísima Madre.
Por Monseñor João Clá Dias, EP
(in «São José: Quem o conhece?…»)
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