Redacción (Domingo, 29-03-2020, Gaudium Press) Todo el mundo opina sobre el coronavirus y sus nefastas consecuencias. Curiosa información recuerda que, en el año 2018, la Organización Mundial de la Salud informaba de la posibilidad de un virus desconocido, con mayor letalidad que la gripe común, podría provocar una pandemia capaz de alterar por completo la vida mundial, advertencia que pasó…sin ser escuchada. Recuerda otra que Bill Gates, famoso empresario de informática, aseveraba en el año 2015: «la próxima gran amenaza de la humanidad no sería una guerra sino una pandemia. No habrá misiles, sino microbios». Por su lado, infectólogos de peso, afirman que podrían ser millones los que mueran por los efectos de COVID-19. Hay quienes, desestimando la situación, proponen dejar correr la epidemia, pues de lo contrario…colapsarán los hospitales; también los que concluyen que ya no volveremos al escenario anterior.
Las noticias nos abruman por su cantidad, nos estremecen por lo trágicas. Sólo considerar que, en Italia, se llegó al tope de 793 muertos en un solo día. Causan profunda tristeza las noticias de Bérgamo, ciudad de 120.000 habitantes al norte de este país: hospitales llenos, faltan camas, en cementerios y crematorios filas de cajones, casi todas las familias fueron alcanzadas, mucha gente muriendo solita en los hospitales, sacerdotes dando la bendición a un difunto sin nadie cerca; ya murieron 10 sacerdotes.
Entre las serias medidas preventivas que son aconsejadas está – podemos decir la principal – es la de quedarse en casa, no andar saliendo para cosas no autorizadas, evitando ser portadores silenciosos de este enemigo invisible. Aislamiento total preventivo y obligatorio, en familia, que se irá extendiendo a lo largo de no sabemos cuántos días. Drásticas disposiciones frente a una vertiginosa propagación. Se calcula que más de quinientos millones de personas han sido puestas en cuarentena en todo el mundo, con el objetivo de frenar la pandemia.
Nos encontramos ante un gran desafío para la ciencia y para la sociedad, pues, de hecho, de momento, no hay una estrategia de salida ante acontecimiento tan singular, inesperado, por la que está pasando el mundo todo.
Se acabaron los entretenimientos o diversiones favoritas, conciertos, eventos deportivos, cine o teatro, gimnasios, salidas a comer, fiestas, ir a tomar cerveza con los amigos. Mucho más triste es que, hasta ir a una iglesia para asistir a misa o rezar, ha quedado prohibido. Entramos en una especie de reclusión, extraña, pero imperiosa, sólo debemos salir de nuestras casas para alimentos, remedios o responsabilidades indispensables.
Transpusimos, casi instantáneamente, de un estilo de vida a otro. Quedamos junto a nuestro más cercano núcleo humano: la familia. Nunca pensamos que ocurriría esto. Estamos confinados a una vida bien diferente del ajetreo diario que llevábamos. Algo que teníamos puesto un poco de lado: la vida de familia. Repentinamente, retrocedimos a tiempos antiguos en que, como decía la virtuosa dama brasileña Doña Lucilia Ribeiro dos Santos, «vivir es: estar juntos, mirarse y quererse bien». Regresamos a casa, quedamos en lo que San Juan Pablo II siempre recordaba era, una «iglesia doméstica».
No cesan los artículos incentivando a las familias a hacer un «ordo», una rutina, de vida, pues las cosas cambiaron, estamos en casa todo el día, los niños no van al colegio, si bien que tengan tareas, compartimos todas las comidas, los quehaceres domésticos, los momentos de ocio, estamos juntos.
Pocos son los que profundizan el hecho de estar encerrados en el rincón que el hombre más añora, su propio hogar: su esposa, sus hijos, ese pequeño núcleo que funciona como una «iglesia», pero doméstica. Ese lugar en el que los corazones serán como un altar en donde todos colocarán los sacrificios de la vida cotidiana; en el que los padres tendrán que predicar, principalmente con su testimonio de vida; en el que, pues lamentablemente no dejarán de ocurrir, las desavenencias tendrán que ser solucionadas con un pedido de perdón y un perdonar, como si fuera un confesionario. ¿Qué más?, pues, agregaría momentos de silencio, como lo hay en las iglesias, para pensar, meditar, reflexionar.
¡A qué singular circunstancia, de nuevo estilo de vivir, nos ha llevado esta misteriosa pandemia! Nos retiró de los ritmos de la vida moderna, algunos de los cuales nos tenían «esclavizados» a las cosas de la tierra, penetrando a lo más bello que puede estar un hombre y una mujer, la vida de familia, junto con sus hijos.
El eterno ejemplo de la Sagrada Familia
Claro que, esto tendrá sus vaivenes, sus luchas, sus cruces, sus cansancios, sus aburrimientos. Ante esto, queridos hermanos, es preciso que levantemos los ojos al Cielo. Dios ha permitido esto. Alguna razón, que no comprendemos, tendrá. Por eso, lo principal será mantener el espíritu religioso, la elevación de nuestros pensamientos, en el trajinar diario, más en las cosas del Cielo, que en las de la tierra, el rezar en familia. Creando un clima marcado por la presencia de Dios, y por el ejemplo, tanto de los padres, como entre los hermanos. Tendremos, como decía el Papa Emérito Benedicto XVI, que: «redescubrir la belleza de rezar juntos en familia como en la escuela de la Sagrada Familia de Nazaret. Y así llegar a ser realmente un solo corazón y una sola alma, una verdadera familia».
Así, como está bien aconsejado llevar una rutina, no muy alejada de la que se llevaba, no podemos dejar de colocar, prioritariamente, el rezo del santo Rosario – recordemos que la fuerza de rezar es incalculable -, como también la lectura del Evangelio del día o la vida de algún santo. Estará allí Nuestro Señor Jesucristo acompañándolos, y protegiéndolos, porque «cuando dos o más se reúnan en mi nombre, allí estaré con ustedes».
Que la Sagrada Familia, ícono y modelo de toda familia humana, ayude a cada uno de ustedes en estos cruciales momentos. Que les conceda un convivio fraterno y amoroso, un darse unos a los otros, y los acompañen con su protección incesante.
El mundo de hoy vive en las tinieblas de la fe, se olvidó completamente del Dios que lo creó. Frente a esta gran dificultad, como lo es una epidemia de carácter mundial, recordemos el Salmo 22: «El Señor es mi Pastor, nada me faltará». Confiemos. No dejemos apabullarnos con que faltará comida, que faltarán hospitales, que podremos morir o alguno de nuestros más cercanos. Recurramos a lo sobrenatural con mucha fe. Nada temamos.
Ante momentos difíciles, que pueden aproximarse, doblemos las rodillas ante alguna imagen de la Santísima Virgen, pidiendo a Dios Nuestro Señor, de quien procede toda bondad, para que proteja a este país que lleva su nombre: ¡Sálvanos Señor, del mal del COVID-19!
(Publicado originalmente e La Prensa Gráfica de El Salvador, 29 de marzo de 2020).
Por el P. Fernando Gioia, EP
www.reflexionando.org
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