Bogotá (Miércoles, 13-01-2010, Gaudium Press) «Hoy también hay una caridad de la verdad y en la verdad, una caridad intelectual a ser ejercitada, para iluminar las inteligencias y conjugar la fe con la cultura», expresó el Santo Padre en la audiencia del día de hoy -en la sala Pablo VI del Vaticano- al hablar sobre la sublime obra realizada por las órdenes mendicantes, dominicos y franciscanos, resaltando que la caridad no sólo se ejerce con la ayuda material, sino también con el anuncio de la verdad. Las palabras del Papa, nos mueven a diversas consideraciones en torno a la virtud de la caridad.
La caridad
La caridad es el resumen de la vida cristiana.
«¿Cuál es el mandamiento más grande de la ley?» preguntaron los fariseos a Jesucristo, queriéndolo poner a prueba. A ellos, Dios-Hombre respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 37-40). «El amor es la plenitud de la Ley» declara por su parte el Apóstol, en la carta a los Romanos.
En la respuesta de Jesús a los fariseos se patentiza el orden del amor: La caridad hacia el prójimo, cuando verdadera, fluye de la perfecta unión con el Creador. Es un amor del otro en Dios, por Dios y para Dios, pues la auténtica caridad hacia el hermano se nutre de la savia divina.
El deber de la limosna
Con frecuencia se entiende por caridad socorrer al prójimo en sus necesidades materiales. Y ciertamente, el dar limosna no es meramente un acto bueno sino un deber del cristiano, con sus prescripciones particulares de acuerdo a la situación de cada cual: El centurión Cornelio recibió el altísimo regalo de la fe porque «sus oraciones y limosnas han sido recordadas ante Dios» (Hch 10, 16). El propio Mesías la establece cuando prescribe «dad limosna según vuestras facultades, y todo será puro para vosotros» (Lc 11,41), y la señala como requisito de perfección: «Si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos» (Mt 19,21).
Entretanto, fue el mismo Redentor quien le recordó al tentador que «no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 3-4), sentenciando para todos los siglos que la verdad que de Él proviene es necesarísima para la vida de sus creaturas racionales.
Por lo demás, la Iglesia siempre ha sustentado que las obras de misericordia espirituales son más importantes que las corporales, sin demeritar la elevada importancia que éstas tienen, ni negar que ellas constituyen un sello legítimo de la verdadera caridad, pues como dice el apóstol Santiago, la fe sin obras es muerta: «¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: ‘Tengo fe’, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: «Idos en paz, calentaos y hartaos», pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta.» (St 2, 14-17)
Las obras de misericordia espirituales
Derivando su primacía de la superior dignidad del objeto que alcanzan, que son la voluntad y el entendimiento humanos, las obras de misericordia espirituales son todas aquellas que a impulso de la caridad procuran el beneficio del alma del prójimo. Entre ellas, la tradición cristiana ha destacado particularmente tres: Enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita y corregir al que yerra.
Tras las huellas de un insigne teólogo dominico, Fray Antonio Royo Marín, decimos que en el ‘Enseñar al que no sabe’ está incluida también -cuando realizada por amor a Dios- la instrucción en todo lo relativo a la cultura meramente humana (aleccionar al analfabeto, o el magisterio de todo tipo de ciencia, técnica o arte). No obstante, esta obra de misericordia toma su dimensión más alta cuando se ejercita en la enseñanza de las verdades que dan la vida eterna, particularmente la educación en la doctrina cristiana.
¿Cuántos a la vera de un abismo requieren un consejo salvador, muchas veces sin saberlo? Quien en una situación de apremio da a su hermano la palabra que esclarece, que orienta, que señala el rumbo, realiza un acto de caridad superior. Sin embargo, no son necesarias circunstancias de especial dificultad para que un buen consejo sea el reflejo sublime de la caridad de Cristo, o de la Virgen, quien es invocada en las letanías lauretanas como Madre del Buen Consejo.
«Corregir al que yerra». En determinadas circunstancias la corrección fraterna es obligatoria, de acuerdo a la consigna del Señor: «Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano.» (Mt 18, 15). Ayudar a salir al prójimo de su mal estado o estimularle a ser mejor -aunque ello comporte un cierto sacrificio de quien corrige- es una muestra de la caridad que vence al egoísmo de quien solo se importa consigo mismo, es la expresión amorosa en obras de quien se sabe miembro de una sociedad humana, que está llamada a trascender las puertas de la eternidad.
«Defender la verdad, proponerla con humildad y convicción, y testimoniarla en la vida son formas insustituibles de caridad», afirma Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate. Entretanto – en la mente del Papa- no son solo el conjunto de ‘verdades’, sino sobre todo aquella que de Palabra eterna se hizo Verdad encarnada, esa que finalmente saciará al hombre, ésta que -por vocación y naturaleza- incesantemente procura: «En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cf. Jn 14,6)».
Por Saúl Castiblanco
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