Redacción (Miércoles, 17-02-2010, Gaudium Press) A seguir reproducimos una meditación propuesta por el P. Luís Bronchain, adaptada por la redacción de Gaudium Press, sobre la fiesta litúrgica del Miércoles de Cenizas.
La Iglesia nos indica, en las oraciones recitadas por sus ministros, el significado de la ceremonia de Ceniza: «Oh Dios, que no queréis la muerte del pecador, sino su conversión, escuchad con bondad nuestras preces y dignaos bendecir estas cenizas que vamos a colocar sobre nuestras cabezas. Y así reconociendo que somos polvo y que al polvo volveremos, consigamos, por la observancia de la Cuaresma, obtener el perdón de los pecados y vivir una vida nueva a semejanza de Cristo resucitado». Es, pues, la penitencia que la Iglesia nos quiere enseñar con la ceremonia de este día.
Ya en el Antiguo Testamento los hombres se cubrían de cenizas para expresar su dolor y humillación, como se puede leer en el libro de Job. En los primeros siglos de la Iglesia los penitentes públicos se presentaban en ese día al obispo o penitenciario: pedían perdón cubiertos con una bolsa, y como señal de su contrición cubrían la cabeza de cenizas. Pero como todos los hombres son pecadores, dice San Agustín, esta ceremonia se extendió a todos los fieles, para recordarles el precepto de la penitencia. No había ninguna excepción: pontífices, obispos, sacerdotes, reyes, almas inocentes, todos se sometían a esta humillante expresión de arrepentimiento.
Deplorar los propios pecados
Tengamos los mismos sentimientos: deploremos nuestros pecados al recibir de las manos del ministro de Dios las cenizas benditas por las oraciones de la Iglesia. Cuando el sacerdote nos diga «recuerda que eres polvo, y al polvo haz de volver», o «convertíos y creed en el Evangelio», mientras impone las cenizas, humillemos nuestro espíritu por el pensamiento de la muerte que, reduciéndonos al polvo, nos pondrá bajo los pies de todos. Así dispuestos, lejos de halagar nuestro cuerpo destinado a la disolución, decidiremos tratarlo con dureza, frenar nuestro gusto, nuestros ojos, nuestros oídos, nuestra lengua, todos los sentidos; a observar, lo más posible, el ayuno y la abstinencia que la Iglesia nos prescribe.
Mi Dios, inspiradme verdaderos sentimientos de humildad, por la consideración de mi nada, ignorancia y corrupción. Dadme el más vivo arrepentimiento de mis iniquidades, que hirieron vuestras perfecciones infinitas, contristaran vuestro corazón de padre, crucificaron vuestro Hijo predilecto, y me causaron un mal mayor que la pérdida de la vida del cuerpo, pues el pecado mortal es la muerte del alma y nos expone a una muerte eterna.
La Iglesia siempre advirtió a los fieles a no contentarse con señales externas de penitencia, sino a beber del espíritu y los sentimientos. Ayunemos, dice ella, como el Señor desea, pero acompañemos el ayuno con lágrimas de arrepentimiento, postrándonos delante de Dios y deplorando nuestra ingratitud en la amargura de nuestros corazones. Pero esta contrición, para ser provechosa, debe ser acompañada de confianza. Por eso la Iglesia siempre nos recuerda que nuestro Dios está lleno de bondad y misericordia, siempre listo para perdonarnos, lo que es un fuerte motivo para esperar firmemente la remisión de nuestras faltas, si de ellas nos arrepentimos. Dios no desprecia jamás un corazón arrepentido y humillado.
La liturgia termina exhortándonos a tomar generosas resoluciones confiando en Dios: «Pecamos, Señor, porque nos olvidamos de vos. Veamos luego el bien, sin esperar que la muerte llegue y que ya no haya tiempo. Escúchanos, Señor, ten piedad, porque pecamos contra vos. Ayudadnos, oh Dios salvador, por la gloria de vuestro nombre liberadnos». El pensamiento de la muerte nos invita también a vivir más santamente, y ¡cuán eficaz es esa recordación!
Al borde de la tumba y la puerta del tribunal supremo, ¿quién osaría enfrentar a su Juez, ofendiéndolo y recusando el arrepentimiento o viviendo en la negligencia, tibieza y relajamiento? Colocaos en espíritu en vuestro lecho de muerte y armaos de sentimientos de compunción que entonces querríais tener. Depositad vuestra confianza en la misericordia divina, en los méritos de Jesús y en la intercesión de la divina Madre. Prometed además al Señor:
– 1º cortar de vuestros pensamientos, conversaciones y procedimientos todo lo que le desagrada;
– 2º vivir cuanto sea posible en la soledad, en el silencio y, sobre todo, en el recogimiento interior que favorece en vuestro espíritu el espíritu de oración y os separa de todo lo que no es Dios.
Adaptado de Miércoles de Ceniza, en Meditaciones para todos los días del año. P. Luís Bronchain CSSR, Petrópolis, Editora Vozes, 1949 (2ª edición en portugués, pág. 132-134)
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