Bogotá (Jueves, 18-02-2010, Gaudium Press) En esta segunda entrega sobre la maravillosa vida de Santa Zita de Lucca, se narran algunos hechos que evidencian su relación con el mundo angélico.
Zita había pedido permiso a su patrona para ir a la primera misa de todos los días muy temprano. Sin detenerse para nada en la calle iba y volvía para estar a tiempo en sus oficios domésticos y no dar pretexto para que la despidieran. En las mañanas del invierno, salía mal abrigada, pues no tenía algo especial para cubrirse. Entonces sucedió curiosamente que las empleadas le dijeron que la Señora de la casa le mandaba a regalar un chal para que lo usara en esas heladas mañanas.
Un día un miserable mendigo tiritando de frío a la entrada de la iglesia le pidió una limosna y Zita le regaló el chal ayudándolo a que se abrigara bien con él. Cuando regresó a casa sin el chal las empleadas le revelaron que la señora simplemente se lo había prestado y no regalado y que tenía que recuperarlo. Sin poder hacerlo simplemente respondió que no sabía a quién se lo había regalado.
Así pasaron varios días y al fin la señora se enteró de que el chal había sido regalado y bajó hasta la cocina a regañarla tratándola incluso de desagradecida. Le dijo que lo debería pagar con su trabajo. Estando en plena discusión golpearon a la puerta de la cocina rudamente como con un bastón y la puerta se abrió de repente dejando entrar una ventisca de nieve. En el umbral apareció un hombre ya maduro y muy bien presentado que parecía un veterano y curtido ‘condottieri’, llamó delante de todos a Zita y le entregó el Chal mirando duramente a la señora de la casa y sus otras empleadas. Luego desapareció. Cuando verificaron que se trataba del mismo chal y que además venía impregnado de un aroma sumamente agradable, quisieron peguntarle maliciosamente a Zita acerca de su amable y considerado amigo, pero ella no supo responder. Las crónicas agregan que posiblemente fue su santo ángel de la guarda que la sacó de ese apuro.
En cierta ocasión fue encargada ella sola de preparar la comida porque al parecer se trataba de un día especial para la familia y las dos cocineras le asignaron velar por la buena cocción de los platos ya que tenían que hacer otros menesteres urgentes. Zita había adquirido un pequeño y rápido compromiso de oración en común con una familia pobre del vecindario. Salió veloz para allá y puso todo en manos de Dios.
Una de las empleadas se dio cuenta y fue a avisar a la Señora de la casa la ausencia de Zita. Ama de casa y empleadas bajaron a la cocina precipitadamente temiendo el estrago de la comida y encontraron dos jóvenes pajes muy apuestos, amables y sonrientes cuidando de las ollas. Al principio creyeron que eran conocidos de Zita a los que ella les había encomendado el favor. Pero años más tarde asegurarían que estaban ciertas que se trataba de ángeles por una cierta atmósfera sobrenatural pacífica y sublime que irradiaban.
Cuando Zita regresó notó que en la casa todos estaban muy contentos y la trataban con especial deferencia y respeto. Y cuando le preguntaron a Zita por sus amigos ella dijo no conocerlos. Ella retomó su oficio ignorando todo lo que había sucedido, y sobra decir que ese día la comida quedó maravillosamente sazonada y deliciosa.
Por Antonio Borda
(Tercera y última entrega: «Zita: asomándose a la eternidad» – Martes 23 de febrero)
Deje su Comentario