Bogotá (Miércoles, 24-02-2010, Gaudium Press) Se alejan los días del terremoto en Haití el 12 de enero pasado, y con el paso del tiempo los titulares en los diarios sobre el doloroso acontecimiento y sus consecuencias comienzan a escasear; los reflectores de la publicidad van desviando paulatinamente sus luces de este sufrido pueblo enclavado en medio del Caribe. Por lo demás, era de esperar. Nos queda el grato recuerdo de un caudaloso río de solidaridad que surgió de muchos corazones conmovidos por la tragedia y que aún riega con sus aguas generosas esa tierra devastada.
Entretanto hay algo que -con la discreción y la humildad del que trabaja pensando en la eternidad- se mantiene y siempre se mantendrá: la incansable y abnegada labor de la Iglesia católica y sus mecanismos de ayuda en el mundo entero, presentes también en Haití. Cabe a nosotros dar a luz esos nobles ejemplos, de los que tanto el mundo necesita.
Desde esta isla, y en un servicio que revestirá una perioricidad semanal durante la Cuaresma, el sacerdote español Manuel Rivero O.P., vicario provincial de la Orden de Santo Domingo en Haití, reportará sobre la realidad de la isla, en un mensaje publicado por el site de la Conferencia Episcopal Francesa.
En el primer despacho, el Padre Rivero cuenta que gracias a Dios ninguno de los cuatro integrantes dominicos de esa provincia -tres haitianos y él mismo- fue muerto o herido. Sin embargo, el dolor los visitó en carne de sus familiares: «Dos hermanos conocieron el duelo familiar, como consecuencia de la muerte o desaparición de hermanos, hermanas, sobrinas…» Los lugares donde trabajaban, fueron prácticamente destruidos: «La capilla del [colegio] de Santa Rosa de Lima de las religiosas de Cluny que nos acogen se derrumbó el 12 de enero de 2010. Las construcciones escolares presentan serias fisuras y por ello están inutilizables. El piso de la casa del noviciado de las hermanas también se vino abajo».
Sus lugares de enseñanza fueron derruidos
Los frailes dominicos en Haití trabajaban en el servicio de formación teológica en el Gran Seminario, en el CIFOR (Centro de estudios teológicos para los religiosos y religiosas de Haití) y en OCA (Oficina de Catequesis de la Arquidiócesis), además de otros lugares. «El Sismo del 12 de enero volvió imposible la continuación de los cursos. La capellanía de la universidad, donde un fraile dominico ejerce su ministerio, fue también destruida.» El padre Rivero refiere en otras frases la devastación que cubrió Puerto Príncipe, particularmente los suburbios, donde una casa caía sobre otra como «un castillo de naipes». No obstante las murallas al interior de esos religiosos corazones se mantenían en pie, y están sirviendo de cimientos para la reconstrucción del país. «Nosotros acompañamos a las personas en sus sufrimientos: duelo, enfermedad, amputaciones… Nosotros proponemos también el establecimiento de tiempos de oración en los Equipos del Rosario, [seguimos ofreciendo] formación… La fe tiene necesidad del alimento de la Palabra de Dios y de los sacramentos para no caer en la desesperación. Aquellos que pierden la esperanza sucumben a menudo a la tentación de la violencia.» Un bello testimonio de la eficacia de la espiritualidad para el mantenimiento del orden social: La acción evangelizadora y formativa de los religiosos es generadora de paz. Su ausencia puede ser preludio de la violencia.
«Hoy en día los terrenos de las escuelas [muchas de ellas católicas] se han convertido en campo de refugiados», cuenta el religioso. «Las familias que han perdido sus casas se ha reagrupado cerca de las escuelas para hacer frente al difícil cotidiano en la solidaridad y la seguridad. A falta de tiendas, la población teme la lluvia que amenaza de agravar las condiciones de vida sin higiene ni protección».
Lo mejor y lo peor del hombre
Las situaciones extremas, como la que vivió el pueblo haitiano, son la ocasión de que de lo profundo del alma humana salga el bien y también el mal: «Este drama puso a la vista lo mejor y lo peor del hombre. Cuando el terremoto, gestos magníficos de amor iluminaron las enlutadas calles de Puerto Príncipe: personas, ellas mismas heridas, se pusieron al servicio de las víctimas que gemían bajo los escombros y que al menos tenían necesidad de agua para sobrevivir. Pero infelizmente el robo y la violencia asolaron también el ambiente caótico del hundimiento de una gran parte de la ciudad.»
Cuenta el sacerdote el caso de un religioso monfortiano que agonizaba bajo los escombros del Centro de Formación Teológica, quien se hallaba asistiendo a una conferencia dictada por una médica brasileña, que lamentablemente ya había muerto. Enviados los equipos de la Onu-Minustah a rescatar su cuerpo, escucharon ellos los quejidos del religioso, y entretanto se negaron a rescatarlo, pues no estaba eso dentro de su cometido. «Algunas horas más tarde, los amigos de ese joven consiguieron liberarlo. El sacerdote monfortiano que lo acompañó en el momento de la muerte, y que consiguió administrarle la unción de los enfermos, me hacía parte ayer de su tristeza ante tal negativa», declara el padre Rivero a su vez conmovido por el recuerdo.
Entretanto, no vence la muerte sino triunfa la esperanza. Esperanza que vemos encarnada en la dedicación generosa de los dominicos, y en las labores de las múltiples comunidades que aún en medio del dolor llevan en consuelo de Cristo a todos, encontrado su alegría en el desgastarse por su hermanos, sin quejarse, sin renunciar, tal vez a veces sintiendo un peso gigante en sus hombros, pero confiando sobre todo en la fuerza infinita que tiene su origen en la Cruz, en el Calvario.
Gaudium Press / Saúl Castiblanco
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