Criciúma (Viernes, 26-02-2010, Gaudium Press) Con el título «Misterio Pascual y Crecimiento Espiritual», Mons. Jacinto Inácio Flach, Obispo de la Diócesis de Criciúma, en el estado de Santa Catalina, Brasil, aborda en su artículo la cuestión de la madurez cristiana y su relación con el dolor, con la cruz que cargamos en determinados momentos de la vida, dándonos el ejemplo de la propia Pasión de Jesús.
Él inicia el texto diciendo que la madurez cristiana consiste en la consecución del estado de hombre perfecto, en el revestimiento del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdadera, como respuesta total a Cristo, don personal de Dios a la humanidad. «Todo aquel que sigue a Cristo, hombre perfecto, en el misterio redentor de su muerte y su resurrección se torna también más hombre, ya que se torna más semejante a Jesús y se aproxima a él no solo en lo que él tiene de divino, sino también en lo que él tiene de humano», afirma.
El prelado también resalta que Jesús alcanzó la perfección de la humanidad en la donación suprema de la cruz, pues lo que nos hace hombre o mujer es justamente, el amor, el dar. Para él, el hombre, que es en la tierra la única criatura que Dios quiso en sí misma, solo puede reencontrarse plenamente a través de su autodonación desinteresada. «Quien dice amor, en el sentido auténtico de la palabra, dice cruz; y quien dice cruz -no se trata de cualquier cruz, sino de la cruz del Señor- dice necesariamente amor: la cruz es verdaderamente la epifanía del amor», señala.
La experiencia de la cruz
Después de la Pasión de Cristo, recuerda el obispo, el camino del dolor se presenta inseparable del camino del amor, o sea, de la capacidad de sacrificarse por los otros, con la convicción cristiana de que todo amor humano que no es don de sí y no viene seguido, por lo menos implícitamente, de la señal y la sangre de la cruz, no pasa de caricatura del amor.
Destaca, también, que el primer Adán se perdió al querer elevarse por encima de su propia naturaleza, y Cristo, al contrario, conquistó la salvación aceptando su propia debilidad de hombre hasta la impotencia de la muerte.
«Con efecto, la cruz no fue una necesidad impuesta de fuera para dentro por una divinidad deseosa de compensar su propia honra ofendida; históricamente ella es también el resultado de la lucha de Jesús contra sus opresores», subraya.
Para Mons. Jacinto, solamente una fe que haya madurado en la experiencia de la cruz será capaz de lanzar un rayo de luz sobre el misterio del sufrimiento humano en todas sus formas, sobre el misterio del mal moral o del pecado, con que el hombre se opone libremente a Dios en este mundo secularizado, que «perdió el sentido de la transcendencia y que por medio de la crítica corrosiva e impiedosa, pulveriza todas las concepciones morales y religiosas».
Por último, el purpurado resalta que la cruz es naturalmente un camino, no el final de un camino, ya que el objetivo del plan divino es que los hombres participen de la felicidad eterna de la trinidad. El nuevo testamento nunca separa el calvario de la mañana de Pascua, ni la elevación de Cristo en la cruz de la exaltación a la gloria.
«El crecimiento y el itinerario espiritual del cristiano no solo son emprendimientos solitarios, sino ocurren en la Iglesia, la gran comunidad camino al santuario celestial, de la gran liturgia de la eternidad. Es en la Iglesia, ciudad nueva, guardiana y matriz del universo nuevo, aunque actuante dentro de nuestro mundo terrenal y perecible, que Dios recrea y reforma el género humano», finaliza.
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