viernes, 22 de noviembre de 2024
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La Universo–terapia y la Aristocracia del Espíritu

Bogotá (Lunes, 15-03-2010, Gaudium Press) Sabemos que Dios hizo el Universo, entre otras cosas, para que contemplándolo viésemos sus divinos reflejos que en él destellan.

Dice San Buenaventura, en un texto de antología de su ‘Itinerario de la Mente a Dios’ que «El que no llega a sentirse iluminado con los esplendores que irradian de las cosas creadas, está ciego; el que con tan grandes voces como ellas dan no despierta, está sordo; el que a la vista de tan grandes efectos no se mueve a alabar a Dios, está mudo; y el que con tan magnos indicios no columbra la existencia del primer Principio, es verdaderamente necio.»

atardecer.jpgY continúa el Doctor Seráfico: «Abre, pues, los ojos, acerca los oídos de tu alma, despliega los labios y aplica el corazón, porque en todas las criaturas puedes ver, oír, alabar, amar y reverenciar, ensalzar y honrar a tu Dios: de lo contrario, todo el mundo se levantará contra ti.»

Dios nos legó las Sagradas Escrituras como una de las columnas donde se sostiene nuestra Fe. Pero antes de ellas, su mano divina había escrito, en los más bellos caracteres, un libro de letras doradas que hablaba magistralmente de Él, y que aún nos sigue hablando y encantado con sus decires: Es el libro abierto de la Creación.

Sobre el mensaje de Dios que contiene la creación, nos dice el Rey Penitente, el profeta David:

Los cielos cuentan la gloria de Dios,
La obra de sus manos anuncia el firmamento;
El día al día comunica el mensaje,
Y la noche a la noche transmite la noticia.

No es un mensaje, no hay palabras,
Ni su voz se puede oir;
Mas por toda la tierra se adivinan los rasgos,
Y sus giros hasta el confín del mundo. (Sl 19, 2-5)

Entretanto, esta voz divina magnífica que proviene de las criaturas, no puede ser escuchada por cualquiera. Ella está reservada, como muchas otras cosas, para una «aristocracia»: la aristocracia de los no egoístas, de los contemplativos desinteresados.

Uno de los más bellos diamantes

Ante un mismo objeto, el egoísta y el no egoísta tienen dos actitudes, dos visiones. Imaginemos un diamante magnífico. Por ejemplo, imaginen a uno y otro personaje delante del tal vez más famoso diamante de toda la historia: el Kohinoor. El egoísta ve el diamante, el mismo que ve el no egoísta. Pero el egoísta, normalmente, se remitirá inmediatamente a su costo. El no egoísta comenzará a deleitarse con él. El egoísta promedio, acto seguido, intentará calcular su peso, su tamaño, para de ahí seguir deduciendo el costo. El no egoísta irá admirando sus visos, sus tonalidades, sus facetas, sus brillos. El egoísta lo querrá inmediatamente para sí. El no egoísta lo admirará con desinterés, en su belleza intrínseca. En una tercera etapa, el egoísta pensará que podría hacer con el dinero que obtendría, si pudiese venderlo. El no egoísta pensará en como luce en la cabeza de aquel que lo ha portado, el soberano de Inglaterra. Y así por delante…

diamante.jpgPregunta: ¿Quién degustó más el diamante? Indiscutiblemente el no egoísta. Era por ello que se decía, que el que más degustaba todas las maravillas que habían en la Umbría de inicios del S. XIII, no eran los ricos potentados tenedores de castillos, o los administradores de los magníficos bienes eclesiásticos, sino el Hno. Francisco, el más pobre de todos, el Gran San Francisco, el más admirativo de todos, el hermano del sol, del lobo, de la luna, de los paisajes, de las maravillas, el Gran Hermano de Dios.

Visto con ojos de eternidad, con ojos de búsqueda del Infinito, hasta las pequeñas cosas son puentes a lo sublime, como el lirio del campo que en los ojos de Cristo era superior al tejido más magnífico: «Mirad los lirios del campo, no tejen ni hilan, pero os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos».
Entretanto, no es enteramente exacto decir que Jesucristo tenía esa visión de las cosas. El Señor no tenía esa visión: Él era esa visión. Al ver al lirio, Él se veía a Sí mismo, en el reflejo de lo que Él había creado. Así veía Él al pobre y al rico, a toda la creación, incluso al fariseo.

La aristocracia del espíritu

Cuántos aristócratas sumidos en el egoísmo, que no pueden ver con ojos objetivos las verdaderas maravillas que tienen delante de ellos. Cuántos no aristócratas, que con ojos de infinito, ven, aún en las cosas pequeñas a la Maravilla Increada que las creó. Repetimos. A ellos, a los que tienen esa visión – y que pueden ser pobres o aristócratas – los llamamos la «aristocracia del espíritu».

La Universo-terapia

Todos los hombres son llamados a participar de esa visión. Incluso las infelices legiones de materialistas, de egoístas, de hedonistas, que todavía subyugados por los encantos o las cadenas de la decadente sociedad de consumo, andan extraviados comprando libros contra la depresión o para aliviar el stress, y no se valen de esa maravillosa «terapia», que podríamos titular de «Universo-terapia» o «Creación-terapia».

Éstas últimas superan infinitamente la «aroma-terapia», la «chocola-terapia», la «pepino-terapia» o las diez mil otras terapias que podremos encontrar publicitadas en los anaqueles de nuestras librerías, pues de ellas tienen una diferencia esencial: La «Universo-terapia» o «Creación-terapia», no le prometen al hombre, como su disminuida competencia, que en el placer natural que ellas le ofrecen el hombre hallará la felicidad.

No. La «Universoterapia» le dice al hombre que ella le ayudará a encontrar al Autor del Universo, que es el mismo Autor del Placer bueno que el universo ofrece, y que es en la posesión de ese Autor, que el hombre encontrará la Felicidad.

Bueno, complementaria con la Universo-terapia, y superior a ella, está la ‘Gracio-terapia’, la terapia de la gracia, que nos viene con los sacramentos y la oración. Ese puede ser tema de otra ocasión.

Por Saúl Castiblanco

 

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