Bogotá (Viernes, 16-04-2010, Gaudium Press) Se hundió la noche del 13 al 14 de abril de 1.912 en un mar helado durante su deslumbrante viaje inaugural. La tragedia del Titanic dejó una lección al mundo que ya bien pronto la olvidó: mucho optimismo puede ser fatal.
De tantos y tantos relatos, libros, películas e incluso doctas conferencias acerca del dramático desastre, la humanidad aprendió aquel entonces que lo fortuito, lo imprevisible y repentino puede aparecer en segundos y echar por tierra un elaborado plan. Nadie puede asegurar nada. Todo se puede venir al suelo de un momento a otro. «La muerte llega como un ladrón»… recuerda la Escritura y es inevitable su corolario: hay que estar preparados.
Pero lamentablemente en el RMS Titanic nadie lo estaba. Optimista estaba la empresa transportadora porque el barco había sido fabricado con la tecnología de punta de aquella época. Optimista el gran propietario de ella, Bruce Ismay, que no permitió disminuir velocidad al capitán del barco cuando este le advirtió de la presencia de icebergs (quería batir un record). Optimista también el Capitán Smith que había manifestado confiar plenamente en la potencia del barco ante cualquier emergencia.
Optimistas los 2.200 pasajeros de los cuales 1.517 se ahogaron o murieron congelados en las heladas aguas. Los botes salvavidas no tenían lugar sino para 1.178 personas en su totalidad, lo que puede significar que más de 300 personas perecieron porque no había espacio en ellos.
No se estrelló contra el iceberg por un misterioso designio, ni por un mal presagio. No lo hundió la mala suerte del mejor capitán de la White Star Line. Naufragó simplemente porque chocó de lado contra un témpano, roca pura de hielo que bien podía tener los filos cortantes de un gigantesco diamante. Si lo hubiera sumergido una gran tormenta de pesadas olas gigantescas o una falla técnica, bien podría decirse que eso no lo puede evitar nadie. Pero se hundió por un choque que los expertos dicen que se ha podido evitar, porque el error fue simplemente humano. Porque los hombres yerran, se equivocan, hacen malos cálculos, especialmente cuando algunas potencias de su alma (Inteligencia, Voluntad y Sensibilidad) están obnubiladas por el orgullo y la sensualidad.
En la oscuridad profunda de una noche fría, sobre un mar quieto y manso, sin vientos ni lluvias, entre los gritos y el llanto de mujeres y niños, más de 1.500 personas entregaron esa noche su alma a Dios, y el iceberg quedó tan impertérrito que días después fue fotografiado. El gran trasatlántico se fue al fondo del mar con sus impresionantes lujos y arañas de cristal de baccarat, ricos manjares, música de banda, mármoles, alfombras y todo lo que el gusto humano de aquel entonces podría exigir para gozar a plenitud la vida con arrogancia y autosuficiencia.
Al final, la muerte llega como un ladrón, y siempre hay que estar preparados para el encuentro con Dios…
Por Antonio Borda
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