Redacción (Martes, 20-04-2010, Gaudium Press) Transcribimos abajo la homilía pronunciada por Mons. Manuel Monteiro de Castro, secretario de la Congregación para los Obispos, en la iglesia de San Benedetto in Piscinula, Roma -el 22 de febrero pasado, fiesta de la Cátedra de Pedro- en la que diserta sobre la constitución y la misión del Papado, y la adecuada colaboración que hombres providenciales le prestan en momentos cruciales de la historia.
La iglesia de San Benedetto in Piscinula es regentada por los Heraldos del Evangelio, quienes hicieron copiosa presencia durante la celebración y fueron objeto de elogiosas palabras por parte del prelado. La traducción y subtítulos son de la redacción.
Hombres y obras providenciales
Por Mons. Manuel Monteiro de Castro Secretario de la Congregación para los Obispos
El 22 de febrero los antiguos romanos veneraban la memoria de sus difuntos y ese día comían en sus sepulturas. Cada tumba era una «cátedra» (del griego kathédra, «silla»), un asiento reservado para el difunto, como si él fuera un comensal más en el banquete.
A partir del siglo IV, comenzó a generalizarse entre los cristianos la costumbre de venerar la tumba y los restos de la persona que se había destacado entre la innumerable multitud de los mártires de los primeros siglos: era la «Cátedra de Pedro», pescador de Galilea, en Palestina, Apóstol de Jesús, primer Papa. El significado teológico de la actual fiesta lo encontramos en la Oración Colecta, que hemos rezado antes de las lecturas: «Concede, oh Dios omnipotente, que en medio de la agitación del mundo no se perturbe tu Iglesia, que ha sido fundada en roca firme con la profesión de Fe del Apóstol Pedro».
El nombre expresa la función en el universo de un ser determinado
Lo primero que nos podríamos preguntar sería: ¿Por qué Simón se convirtió en Pedro, es decir, «piedra», «roca»? Porque recibió una misión concreta. A la profesión de Fe de Simón, revelada a él por el Padre «que está en los Cielos», Jesús responde: «Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no prevalecerá contra ella» (Mt 16, 18). Es un episodio de una importancia fundamental y no simplemente el cambio de nombre.
En efecto, entre los antiguos el nombre expresaba la función en el universo de un ser determinado. Cuando se trataba de una persona, actuar sobre el nombre significaba apoderarse de él; cambiarle el nombre a alguien significaba imponerle una nueva personalidad, haciéndolo devenir en un vasallo. En el Nuevo Testamento, entonces, cuando una persona tiene una misión divina, su nombre viene del Cielo.
Al darle a Simón el nombre de Pedro, Jesús manifiesta, por lo tanto, una autoridad que establece de manera indeleble un «antes» y un «después» en la vida de Simón Pedro. Tanto es así que cada vez que Pedro mostraba alguna debilidad, Nuestro Señor lo llamaba por su nombre antiguo, Simón, con el fin de exhortarlo a que fuera vigilante. Por ejemplo, en el Huerto de los Olivos: «Después volvió y encontró a sus discípulos dormidos. Y Jesús dijo a Pedro: ‘Simón, ¿duermes? ¿No has podido quedarte despierto ni siquiera una hora?'» (Mc 14, 37); igual que durante la Última Cena: «Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder para zarandearos como el trigo, pero yo he rogado por ti, para que no te falte la Fe» (Lc 22, 31-32); o aún como hizo en el mar de Tiberiades, después de la Resurrección: «Jesús dijo a Simón Pedro: ‘Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?'» (Jn 21, 15ss).
Singular potestad de vincular el Cielo a la Tierra
De hecho, a pesar de todo, las cosas habían cambiado realmente. En la lista de los Doce Apóstoles, Simón Pedro se presenta siempre en primer lugar. Junto con los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan, forma parte del restringido grupo de los confidentes de Jesús. Él mismo habla frecuentemente como representante de los Doce Apóstoles. Después de la Ascensión de Jesús al Cielo, es presentado en la Sagrada Escritura como jefe de la comunidad cristiana de Jerusalén, el centro de la Iglesia de entonces.
Inmediatamente después de su martirio y el de San Pablo, se le reconoce a la Iglesia de Roma su papel de primacía sobre toda la comunidad católica, como refirieron ya en el siglo II San Ignacio de Antioquía y San Irineo de Lyon. Cuando empieza a extenderse el culto a la memoria del Apóstol, la «Cátedra de Pedro» se convierte en el símbolo de la autoridad del Obispo de Roma, como lo demuestran los concilios, los Papas y los santos hasta nuestros días. La Iglesia es de tal manera partícipe de la propia infalibilidad de Nuestro Señor Jesucristo que a esta «cátedra» le es dada la singular potestad de vincular el Cielo a la Tierra: «Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la Tierra, quedará atado en el Cielo, y todo lo que desates en la Tierra, quedará desatado en el Cielo» (Mt 16, 19).
La Cátedra sostenida por una fuerza divina
En la Basílica de San Pedro, al fondo del ábside, bajo la «Gloria» de Bernini, junto al altar de la Cátedra, se encuentra precisamente una representación artística de esta Cátedra: el trono que simboliza la dignidad y la autoridad del Romano Pontífice, jefe del Colegio de los Obispos, supremo Pastor y Doctor de todos los fieles. Esta representación en bronce, que data del siglo XVII, contiene en su interior, como condigno relicario, la bimilenaria y original cátedra en madera de roble, que ya había sido utilizada por San Pedro para presidir las celebraciones de la comunidad cristiana en la casa de Aquila y Priscila, en Roma. Preciosa reliquia que hasta el siglo IV venía siendo expuesta a la veneración de los fieles en el baptisterio de la Basílica Constantiniana de San Pedro el propio día 22 de febrero, y que durante toda la Edad Media fue usada para la entronización del Vicario de Cristo.
La «cátedra» está flanqueada por cuatro Padres de la Iglesia: dos a la derecha y dos a la izquierda. San Ambrosio y San Agustín para la Iglesia Latina, San Atanasio y San Juan Crisóstomo para la de Oriente. Dado que la «cátedra» está un poco elevada por encima de ellos, a menudo oímos decir a los guías turísticos y a otras personas que los cuatro «Obispos» están allí para «sostener el trono del Papa», que de otro modo sumiría en la tierra. Nada más lejos de la realidad.
Es más, el artista sabía bien lo que estaba haciendo. Si prestamos atención, nos damos cuenta de que no hay contacto físico entre las manos de los cuatro «Obispos» y los pies del trono. La «cátedra» está representada en el aire, sostenida por una fuerza divina que la mantiene por encima de cualquier Obispo de Oriente o de Occidente, lo que viene a significar una profunda realidad teológica. Mientras que, por un lado, la proximidad entre las estatuas de los Obispos y la Cátedra recuerda la coherencia entre el pensamiento teológico de los Padres y la doctrina de los Apóstoles, por otro, la elevación del trono revela el primado de Pedro.
Misteriosa participación en el «poder de las llaves»
Esto no quiere decir que el Papa desprecie la cooperación y el concurso de la Iglesia -o sea, de los concilios, de los Cardenales, de los Obispos, de los teólogos, etcétera- en el ejercicio de su Magisterio. De hecho, en la comprensión de que Cristo ha dotado a los Pastores de la Iglesia del carisma de la infalibilidad en materia de Fe y de costumbres (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 890), es legítimo preguntarse si se puede razonablemente pensar -salvaguardando la integridad del «primado de la Cátedra de Pedro» en el ámbito de la comunión entre todas las Iglesias, como recuerda el Concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, n. 13)- en una misteriosa participación en el «poder de las llaves» del Sucesor de Pedro por parte de los que están revestidos de un particular carisma profético en cualquier época histórica. Los Padres de la Iglesia, por ejemplo, han sido hombres providenciales cada uno en su tiempo y han apoyado a la Cátedra de Pedro, de tal manera que su papel en los concilios o circunstancias históricas decisivas significó «atar o desatar en la Tierra» lo que después ha sido «atado o desatado en el Cielo».
Pensamos también en San Bernardo, que -mientras sostenía firmemente que la infalibilidad era privilegio de la «Sede Apostólica»-, no escatimó en amonestaciones al Papa Eugenio III, ex discípulo suyo en la abadía de Claraval, hasta el punto de advertirle acerca de sus «malditas ocupaciones» relativas al gobierno de la Iglesia (cf De consideratione, vol. I, cap. 2, §3) que lo distraían de la necesaria contemplación y recogimiento interior; consiguiendo con ello el arrepentimiento del Romano Pontífice. ¿Esto no es una cierta participación en el poder de «atar y desatar»? Del mismo modo, podríamos preguntarnos sobre el papel de muchos santos y obras providenciales en la Historia de la Iglesia. Si han profesado la Fe verdadera, como San Pedro, especialmente en los momentos en que la Iglesia se encontraba «en medio de la agitación del mundo» (Oración Colecta), ¿no sería absurdo cuestionarse que Dios les hubiera dado a ellos también un cierto sentido «místico», «las llaves del Reino de los Cielos», precisamente para el bien de las almas y de la Iglesia?
Una cosa es segura: «Dios es el Señor del mundo y de la Historia» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 314), y Él no abandona a su Esposa Mística. Si la Iglesia es zarandeada aquí y allá por las olas del mundo, esto no escapa a su providencia. La profesión de Fe del Sucesor de Pedro seguirá resonando en los cielos de la Historia hasta el fin del mundo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Sin embargo, cómo es agradable pensar que a lo largo de los siglos la voz de Pedro está permanentemente secundada por el eco fidelísimo de la de los hombres y las obras providenciales, suscitados por Dios para poner remedio a los males de cada época.
El desarrollo de la institución de los Heraldos ha superado todas las expectativas
Pero la fecha del 22 de febrero es muy significativa también porque en el año 2001 tuvimos la alegría de celebrar en la catedral de Madrid, en calidad de Nuncio Apostólico, una Misa en acción de gracias por el reconocimiento pontificio de la Asociación Internacional Privada de Fieles Heraldos del Evangelio, precisamente un ejemplo del «poder atar y desatar». Han transcurrido nueve años desde entonces, en los cuales el desarrollo de la institución ha superado todas las expectativas.
Se trata de un crecimiento -que incluye la ordenación de ministros sagrados y que muchos lo constatan no sólo a nivel cuantitativo de miembros y de obras, sino sobre todo a nivel cualitativo-, marcada por un deseo siempre más profundo de continua fidelidad al Santo Padre, tierna devoción a la Virgen, de asidua compañía al Santísimo Sacramento expuesto en adoración perpetua en muchas de vuestras casas.
La dimensión académica ha experimentado un cambio con la proliferación de Heraldos estudiantes de licenciatura y doctorado en las universidades más prestigiosas de la Iglesia, en Roma y en otros lugares. El propio fundador ha defendido recientemente su tesis doctoral en Derecho Canónico en la Pontificia Universidad Santo Tomás de Aquino (Angelicum), con la particularidad de ser la primera vez que un fundador hace una disertación sobre su propia fundación. El proyecto de una universidad de los Heraldos del Evangelio es ya, de hecho, un brote que se acerca cada vez más a una notable realización.
Las técnicas de evangelización se han desarrollado de una manera extraordinaria, como es el caso de las Misiones Marianas o del Apostolado del Oratorio, realizadas incluso en Roma por muchos cooperadores de los Heraldos, aquí presentes, como en varios otros países. En este sentido, la revista Heraldos del Evangelio -publicada en cuatro idiomas-, la presencia en Internet y las transmisiones televisivas de producción propia dan una idea del resultado alcanzado.
Mientras tanto, la construcción de nuevas casas, palacios, edificios e iglesias, que sorprenden por su belleza, así como las ceremonias litúrgicas y de otro tipo, que allí tienen lugar, de acuerdo con su carisma -en particular el seminario en São Paulo, Brasil, con su iglesia dedicada por el Cardenal Franc Rodé, y también la Casa Generalicia de la Sociedad de Vida Apostólica femenina- la construcción de todo esto, decíamos, por muy rápido que venga a hacerse, nunca llegará a cubrir las exigencias de espacio que satisfagan las necesidades reales.
Todo esto es un paso que nunca habría sido posible sin un concurso muy especial de la gracia divina. Contemplación y acción se entrelazan de manera armónica en el interior de una auténtica vida comunitaria impregnada de oración y ceremonial que despierta admiración y fascinación por la vida consagrada, empezando por los que recibieron la llamada de Dios para formar parte de ella.
Por lo tanto, la rigurosa selección de la marea de vocaciones que llaman a vuestra puerta y la exigencia de perfección en todos aquellos que ya son parte integrante de la Asociación, es sin duda uno de los secretos del éxito eclesial de vuestro Movimiento. Un resultado sellado por el reciente reconocimiento pontificio, ocurrido hace menos de un año, de las dos Sociedades de Vida Apostólica: Virgo Flos Carmeli, la clerical, y Regina Virginum, la femenina.
El fundador: instrumento escogido por la Providencia
No obstante, basta con conocer el genio del fundador para entender que todos estos logros son sólo el punto de partida de un futuro muy prometedor para la Iglesia. Cualquier nuevo carisma es un don extraordinario del Espíritu Santo dado no tanto para el bien del individuo, sino para la edificación de la Iglesia y para un anuncio más eficaz del Evangelio; es decir, para atar y desatar, para abrir y cerrar. Las personas pasan, pero los carismas quedan, porque Dios los suscita para hacerlos fructificar y para lograr sus objetivos.
Dice el profeta Isaías. «Así como la lluvia y la nieve descienden del cielo y no vuelven a él sin haber empapado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, para que dé la semilla al sembrador y el pan al que come, así sucede con la palabra que sale de mi boca: ella no vuelve a mí estéril, sino que realiza todo lo que yo quiero y cumple la misión que yo le encomendé» (Is 55, 10-11).
A Mons. João Scognamiglio Clá Dias -a quien el Papa Benedicto XVI, además de honrarle con la medalla Pro Ecclesia et Pontifice, le ha nombrado Canónigo Honorario de la Basílica Papal de Santa María la Mayor-, se le pueden aplicar, por lo tanto, mutatis mutandis, como un instrumento elegido por la Providencia para completar su labor, las palabras del mismo profeta: «Pondré sobre sus hombros la llave de la casa de David: lo que él abra, nadie lo cerrará; lo que él cierre, nadie lo abrirá» (Is 22, 22).
La Iglesia espera mucho de vosotros
Queridos Heraldos del Evangelio, estamos en Cuaresma. Quien ahora ocupa la Cátedra de Pedro nos decía en la audiencia general del Miércoles de Ceniza del mes pasado que la «conversión es ir contra la corriente y dejarse transformar por el amor de Cristo». No tengáis miedo de ir contra la corriente, aunque para algunos les pueda parecer que «se perturba la Iglesia» (cf. Oración Colecta). Al contrario, digamos con San Pablo: «Este es el tiempo favorable, este es el día de la salvación» (2 Co 6, 2), como leímos en la liturgia del Miércoles de Ceniza. Éste es el momento reservado por la Divina Providencia para este nuevo carisma. La Iglesia espera mucho de vosotros, porque lo necesita. ¡Adelante, Heraldos, adelante!
Así que para que podamos estar a la altura de nuestra misión, démonos de todo corazón a la que es por excelencia la llave que abre todas las puertas, especialmente la del Cielo: Janua Cæli, ora pro nobis!
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