Redacción (Miércoles, 19-05-2010, Gaudium Press)
Si la confesión de un solo bautismo y la creencia en la Trinidad reúnen a los cristianos, no faltan aquellos para los cuales el Espíritu Santo podría llamarse el «Dios desconocido». Semejantes a los discípulos de Efeso que, interrogados por Pablo, respondieron: «Ni siquiera oímos decir que hay un Espíritu Santo» (At 19, 2), muchos son hoy los que, sin llegar a este extremo, desconocen las características y los poderes del Paráclito y se olvidan de invocarlo.
Si de la acción del Espíritu Santo en Pentecostés nacieron tantas bellezas de la cultura y la civilización y, sobretodo, tantos milagros de la gracia, ¿Qué no acontecería si hubiese un nuevo soplo del Paráclito sobre la faz de la Tierra?
Incansable, ardiendo de celo por la gloria de Dios, el Apóstol Pablo recorría las ciudades de Grecia, predicando a todos el Evangelio de Cristo. A veces, la hostilidad de muchos se oponía a su apostolado y atentaba contra su vida. Grande era, entretanto, el consuelo que le proporcionaban las numerosas conversiones.
Llegando a Atenas -ciudad rica y orgullosa, centro de la filosofía y del intelectualismo- el corazón del Apóstol de las Gentes se llenó de amargura, en vista de tanta idolatría (cf. Hch 17, 16). Entre los múltiples lugares de culto, donde eran ofrecidos sacrificios a las divinidades más absurdas, se deparó él con un altar en el cual figuraba esta inscripción: «A un dios desconocido». Impresionado ante la ignorancia de aquel pueblo, sin embargo tan inteligente, Pablo se puso a predicar en el Areópago, exclamando: «¡Lo que adoráis sin conocer, yo os anuncio!» (Hch 17, 23). Y luego los inició en el conocimiento de la verdadera religión.
En los días de hoy, en nuestro Occidente cristiano, no vemos más aquellos templos destinados a la adoración de los ídolos, pobres imágenes hechas por manos humanas. Al contrario, pasados casi dos mil años de predicación apostólica, continuada fielmente por el Magisterio, se levantan ahora numerosos templos cristianos, ostentando en lo alto de sus torres el glorioso símbolo de la cruz.
Entretanto, si la confesión de un solo bautismo y la creencia en la Trinidad reúnen a los cristianos, no faltan aquellos para los cuales el Espíritu Santo podría llamarse el «Dios desconocido». Semejantes a los discípulos de Efeso que, interrogados por Pablo, respondieron: «Ni siquiera oímos decir que hay un Espíritu Santo» (Hch 19, 2), muchos son hoy los que, sin llegar a este extremo, desconocen las características y los poderes del Paráclito y se olvidan de invocarlo.
Cuanto más lo conocemos, más lo amamos
En el Antiguo Testamento, la humanidad ignoraba la existencia de Tres Personas en una única Esencia Divina; y si algunas expresiones de los Libros Sagrados hacían vislumbrar este conocimiento, eran apenas destellos de una Revelación que Dios se reservaba transmitir por medio de Su Hijo, en la plenitud de los tiempos. Erróneo sería juzgar que la doctrina sobre el Espíritu Santo no debería ser difundida entre los fieles, por temor de causar confusiones o desvíos. No fue este el ejemplo dado por el Salvador, al prometer la venida del Paráclito o al explicar tal misterio al viejo Nicodemus, que no llegaba a comprenderlo. Tampoco fue esta la conducta observada por los discípulos de Jesús al escribir repetidas veces sobre la acción y la presencia de la Tercera Persona Divina en el seno de la Iglesia.
En su Encíclica Divinum illud munus, el Santo Padre León XIII exhortaba a los predicadores a enseñar e inculcar esta devoción en el pueblo cristiano, visto que sus frutos se habían revelado abundantes y proficuos:
«Insistimos en esto no solo por tratarse de un misterio que nos prepara directamente para la vida eterna y que, por eso, es necesario creer firme y expresamente, sino también porque, cuanto más clara y plenamente conocemos el bien, más intensamente lo queremos y lo amamos. Eso es lo que ahora queremos recomendar-os. Debemos amar al Espíritu Santo, porque es Dios: ‘Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas’ (Dt 6, 5). Y debe ser amado porque es el Amor substancial eterno y primero, y no hay cosa más amable que el amor; por lo tanto, tanto más debemos amarlo cuanto Él nos llenó de inmensos beneficios que, si testimonian la benevolencia del donador, exigen la gratitud del alma que los recibe» (Divinum illud munus, 13).
Entender con el corazón, y no apenas con el intelecto
Al tratar de profundizar en el conocimiento de este Divino Espíritu, a quien la Iglesia invoca como «Luz de los corazones», hagámoslo no apenas por un ejercicio del intelecto, sino comprendiendo, sobretodo, con el corazón.
La inteligencia, como explica Santo Tomás, es potencia regia e inmóvil: trae a sí el objeto sobre el cual ella se aplica y lo torna proporcionado a su capacidad. Si este objeto es superior a la razón, ella forzosamente lo disminuirá al adaptarlo a sí. La voluntad recorre el camino inverso: naturalmente inclinada a la entrega y la donación de sí misma, ella vuela hasta el objeto y adquiere sus proporciones. Cuando este se manifiesta superior, ella se ensancha y crece hasta tomar sus medidas.
Sin embargo, en el caso del Espíritu Santo, no se trata de un objeto apenas superior al pobre entendimiento humano, sino de un Ser infinitamente distante de nuestra frágil naturaleza. Es necesario volar a Él con la voluntad, amándolo sin medida hasta tornarnos «dioses», como Él mismo afirma en las Escrituras (cf. Sl 81, 6; Jo 10, 34-35). De este modo, estaremos aptos para anunciarlo a aquellos que aún no lo conocen, conforme la expresión de Lacordaire: «¡La raison ne fait que parler, c’est l’amour qui chante!» – ¡La razón solo sabe hablar, el amor es el que canta!
Dupla influencia y divina morada
Para conocer al Espíritu Santo y relacionarse con Él, no necesitan los bautizados volar muy lejos, pues, si bien Él «habita en los cielos» (Sl 122, 1), también se encuentra próximo a las almas en estado de gracia, ejerciendo sobre ellas una dupla influencia.
Por la primera, íntima y directa, les comunica sus dones, las purifica de las miserias, les inspira los buenos propósitos… Estas almas se tornan, así, semejantes a un navío presto a zarpar: el soplo de una suave brisa inflará sus velas y lo conducirá a buen puerto. Sin duda, al crear el viento, lo hizo Dios con la intención de simbolizar esta acción del Espíritu Santo en el interior de los corazones, como lo indicó el propio Jesús al fariseo Nicodemo: «El viento sopla donde quiere; puedes oír el ruido, pero no sabes de dónde viene, ni para dónde va. Así ocurre con aquellos que nacen del Espíritu» (Jn 3, 8).
La segunda influencia que de Él viene se manifiesta por medio del magisterio de la Iglesia, de la palabra infalible de los Pontífices o de las enseñanzas de los Obispos, por los cuales el pueblo fiel es guiado. «El Espíritu Santo – afirma también León XIII -, que es espíritu de verdad, pues procede del Padre, Verdad eterna, y del Hijo, Verdad substancial, recibe de uno y de otro, juntamente con la esencia, toda la verdad que en seguida comunica a la Iglesia, asistiéndola para que jamás se equivoque, y fecundando las semillas de la revelación hasta que, en el momento oportuno, lleguen a la madurez para la salvación de los pueblos» (Encíclica Divinum illud munus, 7).
Por la Hna. Clara Isabel Morazzani Arráiz E. P.
(Próxima entrega: La Transformación de los Apóstoles – Dones y Frutos del Espíritu Santo – El Alma de la Iglesia)
Deje su Comentario