Bogotá (Jueves, 10-06-2010, Gaudium Press) La imaginación -ese grandísimo don con el que Dios obsequió al hombre- ha sido la fuente de fábulas y de sublimes historias fantásticas, unas grandiosas, otras maravillosas, algunas fascinantes, muchas, en fin, reveladoras de hasta dónde puede llegar el espíritu humano en su caminar hacia la perfección.
Desde los hexámetros de la Ilíada y los versos de la Odisea, pasando por el Cantar de Roldán y la Divina Comedia, hasta los grandes clásicos de la literatura fantasiosa moderna y contemporánea, los hombres han visto surgir de plumas privilegiadas letras que lo han cautivado, que lo siguen inspirando y que llevan a su vida consuelo, amenidad, entusiasmo.
Entretanto… cómo queda corta la imaginación de los grandes literatos cuando la comparamos con la historia más sublime jamás pensada, historia no fantasía sino que de la mente divina partió a la realidad, la Historia con «H» mayúscula de un Dios que se hace hombre en el seno de una Virgen inmaculada, y que por amor a los hombres y por su salvación sufre hasta lo infinito para luego ascender con pompa y majestad a su eternamente reservado trono de gloria celestial, desde donde rige el Universo. ¡Que corta se muestra aquí la fantasía humana ante la «fantasía» de Dios, ante la más alta expresión ad extra de la «literatura» divina como fue la historia de Cristo!
Y sí, decimos «fantasía divina» y no «obligación de Dios», pues la más ortodoxa teología nos muestra que en términos absolutos no era ‘necesaria’ esa sublimísima obra que fue la vida del Dios-hombre aquí en la tierra. Como afirma Royo Marín «hablando en absoluto, Dios hubiera podido perdonar el pecado del hombre por simple condonación gratuita o exigiéndole tan sólo una pequeña satisfacción congrua (v. gr. ciertas penitencias o mortificaciones) o una reparación de justicia imperfecta» (Royo Marín, Jesucristo y la Vida Cristiana).
En el mismo sentido Santo Tomás afirma que «si Dios hubiera querido liberar al hombre del pecado sin exigirle satisfacción alguna, no hubiera obrado contra la justicia. No puede perdonar la culpa o la pena, sin cometer una injusticia, aquel juez que debe castigar la culpa cometida contra otro hombre, o contra el Estado, o contra un superior. Pero Dios no tiene superior, y Él es el bien común y supremo de todo el universo. Por eso, si perdona el pecado, que tiene razón de ofensa únicamente para él, a nadie hace injuria» (STh III 46,2 ad 3).
Entretanto si bien no era «necesaria», la encarnación sí fue convenientísima -o, como afirman los teólogos, de «necesidad relativa»- desde muchos ángulos.
Siguiendo el pensar del excelente compendio dogmático-pastoral sobre la vida del Redentor titulado «Jesucristo y la Vida Cristiana», de Fray Antonio Royo Marín O.P., enunciaremos algunas de las muy poderosas razones por las que Dios realizó efectivamente su obra maestra de la encarnación.
Primero hemos de decir que la encarnación fue esencialmente una manifestación en grado sumo de la bondad de Dios, que, como es de suyo según la filosofía, tiende a difundirse o comunicarse a los demás. Por tanto, fue convenientísima considerada la propia naturaleza divina.
Además, la encarnación es la ocasión especial para la manifestación de atributos divinos que de otra manera no serían tan visibles a los hombres. Sigamos ahora literalmente el texto del insigne teólogo dominico:
«La encarnación nos da a conocer de modo admirable: 1) La infinita bondad de Dios, que no despreció la debilidad de nuestra pobre naturaleza humana. 2) Su infinita misericordia, ya que pudo remediar nuestra miseria sin necesidad de tomarla sobre sí. 3) Su infinita justicia, que exigió hasta la última gota de la sangre de Cristo para el rescate de la humanidad pecadora. 4) Su infinita sabiduría, que supo encontrar una solución admirable al difícil problema de concordar la misericordia con la justicia. 5) Su infinito poder, ya que es imposible realizar una obra mayor que la encarnación del Verbo, que juntó en una sola persona lo finito con lo infinito, que distan entre sí infinitamente».
Es claro también que la encarnación era absolutamente necesaria si se requiriese una justicia total en la reparación del pecado original y de los pecados de los hombres: «El pecado, en efecto, abrió entre Dios y los hombres un abismo infinito, imposible de rellenar por parte del hombre si Dios le exigía una reparación en justicia estricta. (…) Sólo un Hombre-Dios podía salvar la distancia infinita entre Dios y nosotros y pagar la deuda totalmente y con bienes propios». Como hombre, Cristo representó al género humano ante el Acreedor divino. Como Dios, tenía con qué satisfacer la deuda.
Pero sobre todo, en orden a nuestro interés, la encarnación fue convenientísima para llevar a los hombres al bien y alejarlos del mal. Efectivamente, la encarnación «1) Excita y corrobora nuestra fe, porque es el mismo Dios quien nos habla y revela sus misterios. 2) Aumenta nuestra esperanza, al ver morir en la cruz al mismo Hijo de Dios con el fin de salvarnos a nosotros. 3) Aviva la caridad, porque ‘amor con amor se paga’, y el amor de Dios a nosotros llega a su colmo al entregarnos a su Hijo Unigénito. 4) Nos impulsa a obrar con rectitud al darnos en Cristo el ejemplar y modelo perfectísimo de todas las virtudes. El mismo Dios nos enseña a practicar la virtud: ‘Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón’ (Mt 11,29). 5) Nos hace plenamente partícipes de la divinidad por la gracia santificante, que nos mereció Cristo, y nos hace verdaderos hijos de Dios. Con razón dice San Agustín que ‘Dios se hizo hombre para hacer al hombre Dios’ «.
Por lo demás, no es sino leer cualquier pasaje del Evangelio, y recibir en ello o el consuelo, o el consejo, o la alegría, o el entusiasmo, o cualquiera de las mil gracias que pueden venir de la contemplación de la vida del Salvador, para tener la certidumbre que no nos cabe nada más que dar una y mil gracias a Dios por el gigantesco beneficio del Dios que se hizo carne, y que en cada uno de sus actos, sus gestos, sus silencios o palabras, se constituye en nuestra inspiración y en la razón para vivir.
Dios ‘escribió’ su máxima obra externa en la Vida de Jesús. Cabe a nosotros ‘leerla’ y volverla a escribir, pero ésta vez en nuestros corazones.
Por Saúl Castiblanco
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