Bogotá (Jueves, 01-07-2010, Gaudium Press) Aun subsisten -en este mundo en que la audio-imagen va avasallando todo a su paso- espíritus de un cariz un tanto filosófico en demasía, que privilegian de tal manera lo abstracto hasta la inanición de lo sensible. En este mundo, que ya está hablando de la transmisión de sensaciones olfativas y táctiles a través de la ‘mass media’, en estos ámbitos donde una virtualidad ‘multi-sensible’ va remplazando paulatinamente a la realidad-real, creemos que cabe recordar algunos principios de la filosofía clásica que ayudan a establecer un correcto equilibrio entre lo concreto y lo inconcreto. Para habilitarnos a un lenguaje verdaderamente eficaz, teniendo en vista sobre todo la acción apostólica; y visando nuestro caminar hacia el Señor.
Digamos primero, que entre las cosas creadas por Dios, surge como digna de admiración el alma humana. En el alma espiritual de los habitantes de esta tierra no hallamos simplemente un vestigio de Dios, sino mucho más -según la tradición agustiniana: encontramos una verdadera imagen de él, específicamente en su facultad racional y en su voluntad libre. Entretanto, «no podemos alcanzar un conocimiento del alma, sino viniendo de conocer las cosas corpóreas» (‘Metafísica tomista’, Jesús García López).
¿Cómo saber si hay un alma animando a un cuerpo, si no es viendo el cuerpo? A quienes piden una demostración filosófica de la existencia del alma, somos tentados de decirles: «observe un cadáver». Un cuerpo sin vida nos manifiesta casi que con la evidencia que ya no está ahí su alma, y que sí había sido habitado por un alma; así como un cuerpo humano con vida no solo nos dice que se halla presente allí un espíritu, sino que ya nos va describiendo las características de ese espíritu. Plinio Côrrea de Oliveira, gran pensador católico del Brasil, decía que todo hombre mientras camina va dejando en el suelo los trazos de su alma dibujada. En sus gestos, en sus palabras, en su mirada, en toda su corporeidad actuante cada ser humano va reflejando aquello que es en su interior. Entretanto, para conocer ese ‘interior’ debemos prestar mucha atención a su ‘exterior’.
Dice García López en su ‘Metafísica Tomista’, que las perfecciones presentes en el alma humana nos revelan mejor al Creador, por «la mayor semejanza entre las personas creadas y Dios». Entretanto, y como él mismo García López recuerda, ya afirmaba Santo Tomás que «aunque este espejo que es el alma humana representa a Dios de un modo más perfecto que las criaturas inferiores, sin embargo, el conocimiento de Dios que puede alcanzarse partiendo del alma humana no excede al conocimiento que puede adquirirse partiendo de las cosas sensibles; y la razón es que el conocimiento que tiene el alma de sí misma proviene del previo conocimiento que ella tiene de las naturalezas de las cosas sensibles» (CG III c47).
Un paréntesis antes de proseguir: No nos desviemos del camino de nuestra felicidad. Es ese el de conocer y amar a Dios. Ya lo decía también el Aquino: «El entendimiento humano desea, ama y se deleita más en el conocimiento de las cosas divinas, por poco que de ellas pueda alcanzar, que en el conocimiento, por perfecto que sea, de las cosas ínfimas» (CG III c25). Pero, insistimos, a Dios lo conocemos naturalmente como causa eficiente de sus efectos y en sus efectos. Y estos efectos se nos tornan visibles en primera instancia a través de sus manifestaciones sensibles.
Intentemos «ver» un alma, la del portentoso San Pío X.
Al momento de contemplar la foto adjunta, enseguida vienen a la mente valores espirituales manifestados en la apariencia sensible. Bondad, decisión, consciencia de su gran dignidad y misión, interés por el otro, caridad hacia el prójimo, fuerza y claridad de espíritu, sagacidad matizada de misericordia casi hasta la ternura, grandeza y humildad, capacidad para el sacrificio, etc. ¿De dónde todo ello? De unos ojos, de un rostro, de todo un cuerpo de carne y huesos, que puede ser visto y palpado, pero que es una ventana hacia las perfecciones inmateriales, que finalmente desembocan en la perfección infinita de Dios.
¿Que «las apariencia engañan»? Ejercitémonos para que cada vez nos engañen menos y nos muestren más…
Por Saúl Castiblanco
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