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El cuerpo humano y el Cuerpo Místico

Redacción (Viernes, 30-07-2010, Gaudium Press) Simple, bello y profundo, el relato del génesis sobre los siete días de la creación, constituye en sus pocas líneas una verdadera síntesis teológica sobre la naturaleza humana. El hombre, obra que coronó la obra de Dios, modelado por los propios «dedos divinos» no fue solo la más bella obra-prima escultural de la Historia, sino, sobretodo, el símbolo más excelente de la Iglesia Católica.

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San Pablo llamó a la Iglesia ‘Cuerpo Místico de Cristo’

Apóstol Pablo – Vaticano Foto: Daniel R. Pujol

Aunque en su parte inferior, o sea, el cuerpo, con su complejidad y sus funciones, desde la constitución de las células, el sistema inmunológico y nervioso, la perspicacia de los sentidos externos e internos, el verdadero universo que es el cerebro humano, todo esto constituye un conjunto amplio, casi inabarcable. Aún hoy, a pesar del inmenso avance de la medicina y la ciencia, permanece un sublime misterio. Si esta es la excelencia del cuerpo, ¿qué decir del alma humana?

En efecto, como enseña el Génesis, el hombre fue creado a «imagen y semejanza de Dios» (Gn 1, 27), mientras las demás criaturas visibles solamente a su semejanza. La naturaleza humana es similar a Dios como las demás criaturas por reflejar la «bondad» y la «verdad» inherente a todos los seres creados, es el ‘vestigium trinitatis’ de la concepción tomista; pero también, por el alma infundida por Dios, el hombre es imagen de Dios por el hecho de conocer y amar.

Verdaderamente, de este modo de operar -que caracteriza la naturaleza humana racional y sensible- proviene toda su excelencia y sublimidad, pues le hace capaz de la vida divina y la relación afectiva e intelectual con Dios. Es lo que nos hace capaces de ser llamados «hijos de Dios»: somos partícipes de la gracia divina (Cf. Rm 8, 15-17).

Bajo otro aspecto, según la concepción aristotélico-tomista, teniendo el hombre cuerpo y alma, constituye así un microcosmos, resumen y síntesis de la creación.

Con todo, el cuerpo humano, por increíble que parezca, posee una excelencia todavía superior. Dios lo creó para reflejar el más alto ‘ser’ del orden del universo. ‘Ser’ este que, de cierto modo, abarca todos los planes de la creación, especialmente en lo que se refiere a los seres espirituales: Ángeles y hombres.

Esta maravilla hecha por Dios es la Iglesia Católica Apostólica Romana. El Verbo creó el cuerpo humano como reflejo de esta sociedad espiritual y universal. De hecho, ¿qué seria del mundo sin la Iglesia? Observa Plinio Corrêa de Oliveira que «la religión consiguió traer al mundo, con sus sacramentos, con la gracia de la que es vehículo, y con el admirable apostolado jerárquico de la Iglesia, una continuidad de acción santificadora que ha sido la columna de la civilización». La Iglesia es, de este modo, fuente de todas las maravillas del mundo cristiano.

Entretanto, la Iglesia Católica es denominada por San Pablo: «Cuerpo Místico de Cristo», Corpus Mysticum Christi, mientras Cristo es la Caput Ecclesiae (Ef. 1, 22-23). Santo Tomás de Aquino enseña de modo admirable cómo la analogía paulina posee pleno valor.

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«La cabeza es la más noble y elevada parte del cuerpo humano»

De hecho, la cabeza es la más noble y elevada parte del cuerpo humano. En ella está como en ninguna otra parte la propia identidad de la persona, donde se refleja la dignidad, la nobleza y la belleza. El rostro es la parte más bella y noble del cuerpo, refleja los sentimientos y los anhelos del alma, en la cabeza están los ojos, las «ventanas del alma», donde se manifiesta de modo especial la parte espiritual del hombre. Así también, Cristo es la cabeza, parte más excelente de la Iglesia. En consecuencia de la gracia de unión, o sea, por la unión personal con el Verbo divino, Cristo fue en su naturaleza humana elevado por la más excelente gracia habitual, para ser en pleno sentido «lleno de toda gracia y verdad» (Jn 1, 14).

Cristo fue el recipiente más adecuado para todos los favores del Cielo. Fue tal la plenitud de gracias que Cristo recibió, que por su naturaleza humana es verdaderamente la cabeza del Cuerpo Místico, que es la Iglesia. Cristo hombre es la cabeza de la Iglesia, tanto por la unión personal con la naturaleza divina -siendo caput ecclesiae por su unión hipostática- como también, por su naturaleza humana, perfeccionada máximamente en su operar por la gracia habitual. Esta gracia habitual era excelentísima, por ser Cristo mediador de todas las gracias dado su misión salvadora, pues «de su plenitud recibimos gracia sobre gracia» (Jn 1, 16).

La perfección de la cabeza humana también confiere valor a la analogía tomista. En efecto, en la cabeza del hombre están todos los sentidos externos, a saber -visión, audición, olfato, gusto y tacto- mientras que en los demás miembros del cuerpo, apenas el tacto. Además, en la cabeza, más específicamente en el cerebro, se encuentran todos los sentidos internos, o sea, la memoria, el sentido común y la imaginación, así como la inteligencia, que es el más alto operar humano. En Cristo cabeza, esta unión personal con el Verbo influye toda la excelencia de su naturaleza humana. En él había toda la perfección de quien posee la visión beatífica, la cual redunda en el máximo disfrute de Dios desde su concepción en el seno virginal de María. Con todo, también por la gracia habitual, Jesús conocía y amaba a Dios de modo perfectísimo.

La cabeza posee pleno poder sobre el cuerpo y todos los miembros del cuerpo, órgano y glándulas son regidos por la cabeza, o más específicamente, por el cerebro y demás órganos del sistema nervoso central. Esta orden emanada por la cabeza humana es, en fracción de segundos, transmitida por los nervios y ejecutadas por los miembros, aunque inconscientemente, pues varios órganos del cuerpo no están regulados por el imperio consciente del hombre, pero, aún así, son regidos sin duda por la cabeza. De modo semejante, sin embargo todavía más perfecto, también Cristo gobierna por la afluencia intrínseca su cuerpo místico. A través de la gracia, de la cual es mediador, estimula, ordena y actúa en todos los miembros de la Iglesia según la función y el llamado particular de cada fiel, por medio de esta gracia que «derramó profusamente sobre nosotros, en torrentes de sabiduría y prudencia» (Ef 1,8).

Por Marcos Eduardo Melo dos Santos

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