Redacción (Jueves, 19-08-2010, Gaudium Press) La Esperanza puede ser comprendida en el orden natural y el orden sobrenatural. Ella designa una pasión, como un movimiento de la sensibilidad que tiende a un bien sensible ausente, pero que puede ser alcanzado, aunque con dificultad, y un sentimiento entre los más nobles del corazón humano, que se dirige a un bien honesto ausente. Es un sentimiento de gran importancia, pues sustenta al hombre en sus emprendimientos difíciles.
De manera sobrenatural, la Esperanza sustenta al católico en medio de las dificultades relativas a su santificación y salvación; tiene por objeto las verdades reveladas que se refieren a la vida eterna y los medios de adquirirla, y se funda en la omnipotencia y bondad divinas.
Nos detendremos en este trabajo en el análisis de la esperanza sobrenatural y, dentro de esta, su papel en nuestra santificación.
La Esperanza contribuye para nuestra santificación de tres maneras principales: primero, nos une a Dios; segundo, da eficacia a nuestras oraciones; tercero, se torna principio de actividad fecunda.
Nos une a Dios desapegándonos de los bienes terrenales. A todo momento somos solicitados por los placeres sensibles, por el orgullo, la sensualidad… en fin, por las alegrías, legítimas e ilegítimas, de la esfera natural. Entretanto, la esperanza cuando se apoya en una fe viva y ardiente, nos muestra que a todas las felicidades terrenales faltan dos elementos esenciales: la duración y la perfección. Ningún bien terrenal es suficiente de sí para satisfacer al ser humano, una vez que éste fue creado por Dios con sed del infinito.
Después del deleite, siempre hay enfado y saciedad. Nuestra inteligencia jamás se da por satisfecha sin el conocimiento de la causa perfecta, y nuestro corazón no se contenta a no ser en Dios. Solo Él es la plenitud del Bonum, Verum y Pulchrum. Y bastando a Sí mismo, evidentemente, nos basta a nosotros.
La esperanza, unida a la virtud de la humildad, da eficacia a nuestras oraciones, y nos obtiene de los cielos los favores que necesitamos. Nos enseña el Eclesiástico: « scitote quia nullus speravit in Domino et confusus est. Quis enim permansit in mandatis ejus, et derelictus est, aut quis invocavit eum, et despexit illum? Quoniam pius et misericors est Deus, et remittet in die tribulationis peccata (Ecle. 2, 11-12). » En sus milagros, Cristo nuestro Señor, jamás despreció a quien a Él recurrió con confianza. ¿No atendió Él al centurión, al paralítico descendido por el tejado, los ciegos de Jericó, a la Cananea, la pecadora sorprendida en adulterio y al leproso? Además, no prometió Él que «¿Amen, amen, dico vobis, si quis petieritis Patrem in nomime meo, dabit vobis» (Jn 16, 23)? Al final, nada honra tanto a Dios como la confianza en Él que no se deja vencer en generosidad, concediendo superabundantes gracias.
Por último, la esperanza es un principio de actividad fecunda. Primero, por que produce santos deseos, en particular el anhelo del Cielo y de Dios. Este anhelo da al alma el impulso y el ardor necesarios para alcanzar el bien suspirado y ampara los esfuerzos empleados para la obtención del fin deseado. Segundo, nos aumenta las energías por medio de la expectativa de una recompensa que superará en mucho nuestros emprendimientos.
¡Si en el mundo se trabaja con tanto afán para adquirir bienes perecibles, que las polillas corroen y los ladrones roban, con cuánto más razón no debemos nosotros esperar, cuando buscamos una corona incorruptible! Nos da, también aquel coraje, seguridad y constancia que la convicción del triunfo produce.
Entonces, es esto que nos da la esperanza, pues a pesar de débiles por nosotros mismos, somos fuertes por la propia fuerza de Dios.
Por Rafael Juneo Pereira Fonseca
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