Redacción (Viernes, 20-VIII-2010, Gaudium Press) Uno de los primeros debates sobre la naturaleza de lo bello se encuentra en la obra «Hipias Mayor», de Platón, en que éste describe un diálogo de Sócrates con el gran sofista Hipias de Élide, que había llegado a la ciudad de Atenas para dar una conferencia en la Escuela de Pheidostratus.
Hipias, sin hacer notar sus verdaderos méritos, describe a Sócrates sus viajes diplomáticos por el mundo griego y sus supuestos éxitos como educador de un gran número de jóvenes. Sócrates escucha con admiración al sofista y no deja pasar la oportunidad de resolver un problema que le preocupaba:
Recientemente, Hipias, alguien me llevó a una situación apurada en una conversación, al censurar yo unas cosas por feas y alabar otras por bellas, haciéndome esta pregunta de un modo insolente: «¿De dónde sabes tú, Sócrates, qué cosas son bellas y qué otras son feas? Vamos, ¿podrías tú decir qué es lo bello?» Yo, por mi ignorancia, quedé perplejo y no supe responderlo convenientemente. Al retirarme de la conversación estaba irritado conmigo mismo y me hacía reproches, y me prometí que, tan pronto como encontrara a alguno de vosotros, los que sois sabios, le escucharía, aprendería y me ejercitaría, e iría de nuevo al que me había hecho la pregunta para volver a empezar la discusión. En efecto, ahora, como dije, llegas con oportunidad. Explícame adecuadamente qué es lo bello en sí mismo y, al responderme, procura hablar con la máxima exactitud, no sea que, refutado por segunda vez, me exponga de nuevo a la risa. Sin duda, tú lo conoces claramente y éste es un conocimiento insignificante entre los muchos que tú tienes. (Platón, Hipias Mayor 286, d)
El sofista, adulado, no se niega a responder; sin embargo, a cada pregunta Sócrates refutaba irónicamente a su interlocutor, dejando patente que Hipias era completamente ignorante en esta materia. Una de las «definiciones» de belleza dadas por Hipias fue la siguiente:
«Esto que me preguntas, la belleza, no es sino el oro… Pues todos lo sabemos, creo, dondequiera que se añada, incluso que aquello que parezca feo parecerá bello si está adornado con oro.»(289e). Sin duda, responderá Sócrates, pero, ¿qué es lo que hace así a la gran estatua de Atenea en el Partenón? Esta obra maestra de Fidias está hecha de marfil y piedras preciosas, no de oro. Y sin embargo la estatua es magnífica. Además, tanto el oro como cualquier otro metal precioso sólo otorgan belleza si es usado correcta, o «convenientemente». En el caso de la olla, por ejemplo, ¿cómo se podría decir que una cuchara de madera o una de oro será mejor para revolver, o cuál de ellas será la más bella? (Ídem)
Sócrates continúa el debate rebatiendo todas las afirmaciones de Hipias. Éste, agotado, sin saber qué más responder, reprende a su interlocutor. Entonces, en visa de la situación, Sócrates finge sentirse mal y concluye el debate afirmando irónicamente que ahora entendía mejor el viejo proverbio griego: «lo bello es difícil» (Ídem).
En Platón encontramos otras referencias sobre el concepto de Belleza en sus libros Fedro y Menón. También en la obra «La República», al definir lo que es un filósofo, Platón relaciona la filosofía con la contemplación de la Belleza. En el libro V, Glauco pregunta a Sócrates lo qué es un filósofo. Sócrates le dice:
«¿Será necesario recordarte o que recuerdes tú mismo que aquel de quien decimos que ama alguna cosa debe, para que la expresión sea recta, mostrarse no amante de una parte de ella sí y de otra parte no, sino amante en su totalidad? Así, pues, ¿del amante de la sabiduría diremos que la desea no en parte sí y en parte no, sino toda entera? (…) En cambio, al que con la mejor disposición quiere gustar de toda enseñanza, al que se encamina contento a aprender sin mostrarse nunca ahíto, a ése le llamaremos con justicia filósofo». (Platón: La República, L.V, 474 c; L.V, 475 b-c.)
Glauco, sin embargo, interrumpe esta explicación. No había entendido lo que Sócrates quería decir. Si de hecho era así, como decía Sócrates, tendrá muchas objeciones que hacer. Aquí tenemos algunas:
«Pero Sócrates, si a ello te atienes te vas a encontrar con una buena multitud de esos seres y va a haberlos bien raros: tales me parecen los aficionados a espectáculos, que también se complacen en saber, y aun son de más extraña ralea para ser contados entre los filósofos los que gustan de las audiciones, que no vendrían de cierto por su voluntad a estos discursos y entretenimientos nuestros, pero que, como si hubieran alquilado sus orejas, corren de un sitio a otro para oír todos los coros de las fiestas Dionisias sin dejarse ninguna atrás, sea de ciudad o de aldea. A estos todos y a otros tales aprendices, aun de las artes más mezquinas, ¿hemos de llamarlos filósofos?» (Ibídem, L.V, 475 d-e.)
Sócrates, al escuchar la objeción de Glauco, no necesitó pensar mucho porque ya tenía la respuesta. Dijo: «De ningún modo, sino semejantes a los filósofos. [Los verdaderos filósofos son] los que gustan de contemplar la verdad» (Ibídem, L.V. 475 e.)
Para explicar mejor lo que acababa de decir, Sócrates hace una distinción entre una idea considerada en sí misma y las apariencias de esta idea en los cuerpos y en las acciones de los hombres:
«…los aficionados a audiciones y espectáculos gustan de las buenas voces, colores y formas y de todas las cosas elaboradas con estos elementos; pero su mente es incapaz de ver y gustar la naturaleza de lo bello en sí mismo. Y aquellos que son capaces de dirigirse a lo bello en sí y de contemplarlo tal cual es, ¿no son en verdad escasos? El que cree, pues, en las cosas bellas, pero no en la belleza misma, ni es capaz tampoco, si alguien le guía, de seguirle hasta el conocimiento de ella, ¿te parece que vive en ensueño o despierto? Fíjate bien: ¿qué otra cosa es ensoñar, sino el que uno, sea dormido o en vela, no tome lo que es semejante como tal semejanza de su semejante, sino como aquello mismo a que se asemeja?» (Ibídem, L.V, 476 a-c.)
De esta forma, según Sócrates, el filósofo no es aquél que contempla las cosas bellas, sino aquél que contempla la belleza tal como es en sí misma. Por esto, la belleza puede manifestarse de infinitas maneras: en una rosa, un paisaje, una música, una buena obra…
Considerando lo que dice Vásquez (1999, p.36), Platón fue quien sentó los fundamentos de la ciencia de lo Bello; ciencia que se encargó de analizar e investigar a respecto del arte y de la belleza. De Platón y Aristóteles deriva la teoría general de la belleza. En ella se centran las concepciones estéticas posteriores y que, con diferentes matices, se prolongarán hasta el siglo XVIII.
Platón in Etcoff (1999, p.25) consideraba la «belleza como residiendo en la medida y tamaño apropiados». Extendía la idea de proporción a lo bello en todas las cosas y escribió sobre la extensión ideal de un discurso, la mejor disposición de los cuadros y el uso adecuado del lenguaje en la poesía.
Aristóteles veía belleza en el «orden, simetría y definición» (Ibídem, p.40). Dice que la belleza es una recomendación tan influyente que dispensa cualquier carta de presentación. Cicerón dice ser cierta forma simétrica de los miembros combinada con un colorido de cierta fascinación. Vásquez también afirma que fueron los pitagóricos, en la Antigüedad, los primeros en resaltar el orden y la proporción como trazos de belleza. Pero es Platón quien desarrolla esa formulación al colocar, en su diálogo Górgias, el orden y la armonía entre las exigencias de lo bello. Según Faitanin:
Aristóteles, en su Metafísica, atendiendo sobre todo a las cosas reales, destaca como trazos de su belleza el orden, la simetría, o la proporción de las partes entre sí, así como la limitación o proporción extrínseca al conjunto. Y, en su Poética, acrecienta a esos trazos un cuarto elemento: el tamaño y la magnitud. Aristóteles entendió por bello lo que siendo bueno, es suave porque es bueno (Ret. I, 9). Platón describe que el sentimiento que despierta la belleza es siempre una mezcla de respeto y temor: «Al ver la belleza se llena de temor y queda dominado por un respeto religioso» (Platón, Fedro, 254c.)
Catedral de León Foto: Sergio Hollman |
Este sentimiento es tan profundo que la voluntad, al aceptarlo, lo asume de un modo dramático (Platón, Fedro, 251). La palabra drama aquí no tiene la connotación usual negativa, sino la de una experiencia profunda, sobresaliente. Con base en esta profunda experiencia, oriunda de la percepción de la belleza por el espíritu, Aristóteles la denomina de catarsis: una purificación (Aristóteles, Poética, 1449 b 24-28) que se da por una actuación de impacto emocional tan radical, ocasionándole cierto gozo, admiración, respeto, temor, miedo de no tenerla permanentemente para sí. Eso tal vez se deba al hecho de que, en la percepción de la belleza, hay una singular conciencia del bien que lo bello le trae. (Faitanin, 2007, N.05)
La estética cristiana y medieval (con San Agustín, Hugo de San Víctor, San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino) insistirá en que la belleza es medida y forma, orden y proporción. El Renacimiento (con Alberti y Lomazzo) hará suyo, igualmente, el concepto clásico de belleza como «consonancia e integración mutua de las partes» (Ibídem).
Concluimos, pues, que con las contribuciones fundamentales de Platón y Aristóteles, tenemos los pilares de la teoría general de lo bello, sobre la que se apoyarán -con sus trazos de orden, medida y proporción- la estética cristiana (San Agustín) y la estética medieval (San Alberto Magno, Santo Tomás etc).
Por Inacio Almeida
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