Bogotá (Viernes, 20-VIII-2010, Gaudium Press) No suene raro que el origen de las campanas sea occidental; nacieron del árbol de la cristiandad en el siglo VII y dos siglos después llegaron a Bizancio; luego no es cierta la teoría que la campana viene de la Iglesia Ortodoxa ni de oriente. Recordemos que los judíos llamaban a oración con toque de trompetas o entorchados cuernos largos de carnero.
Campana Iglesia de la Merced, Granada, Nicaragua Foto: Javier Pérez Beltran |
Una cosa es la campana que la Cristiandad ideó, diseñó, templó en notas diferentes al gusto de de sus fieles; fundió con un escudo de armas o una inscripción y colocó en lo alto de las torres, y otra muy diferente es el humilde y tosco cencerro, antepasado rústico de ella que usaban algunos pueblos de la antigüedad, haciéndolo tañer broncamente y sin gracia para cosas prácticas, pero nunca jamás para glorificar a Dios, como acontece con la campana de la Cristiandad.
También es un instrumento musical que está incluida en varias sinfonías y cuenta con partitura propia para interpretarla. Pero ante todo, la campana es «la voz de Dios», instrumento sonoro fabricado para llamar a oración. Por causa de ella nacieron las espadañas, el Carillón, el cordel, el jubo, los toques, las altas torres y hasta el noble oficio de campanero. Hubo que implementar toda una estructura funcional que incluye diseños arquitectónicos para que se haga oír no solamente a su alrededor en el vecindario, sino en la lejanía. Hay toda una cultura de la campana. Un universo de hechos históricos y acontecimientos de relieve, en torno a ella. Pero lo más bello son los golpes, el tañer, producto del badajo que la hiere y le arranca ora un toque de glorias, uno de finados, otro de alerta y decenas de muchos más. Todavía hay concursos de campaneros en algunos pueblos de Europa e Iberoamérica.
En materia de historias y leyendas el número es casi infinito: Campanas sumergidas en el mar o en algún río que de vez en cuando suenan en la profundidad; campanas perdidas, sepultadas, que algún día surgirán de las entrañas de la tierra; campanas profanadas que callaron para siempre y ya no suenan aunque el badajo las golpee; campanas misteriosas que sin tocarlas anuncian una tormenta, en fin campanas de campanas que al toque de ellas siempre comunican algo pero no al oído sino al alma.
Sin embargo el más sublime de esos toques, que la Cristiandad compuso para interpretar sus sentimientos con el sonido de una campana, es aquel que se oye en el silencio recogido y sagrado de la Elevación, cuando el sacerdote consagra, y el pan y el vino se hacen cuerpo y sangre de Nuestro Señor.
Campanario Catedral de Santo Domingo Foto: Timothy Ring |
Así que hacemos bien en recordar que la campana -y lo que es más bello y noble- su tañido y sonoridad, es una de las más genuinas expresiones del alma del cristianismo y ese tesoro nos acompañará mientras siga existiendo nuestra civilización. No deja ser significativo, que todavía hoy la gente se reúna alegre cuando llegan las campanas para su iglesia parroquial, y el buen cura las bendice y bautiza con mucha solemnidad.
Por Antonio Borda
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