San Pablo (Jueves, 26-VIII-2010, Gaudium Press) Es interesante observar cómo los niños, al inicio de su educación escolar, buscan representar la realidad que ven. En las aulas artísticas, por ejemplo, ellos dibujan y pintan escenas cotidianas: como su familia, hechos que vieron, o hasta historias que oyeron, y que para ellas cobran vida.
Esto ocurre porque el espíritu humano parece tener la necesidad de registrar ciertos momentos o situaciones de la vida, casi con la intención de «eternizarlos». El arte viene a ser un excelente medio para esto, sobretodo, el de la imagen. Una obra de pintura se caracteriza por el mensaje que quiere transmitir a través de su tema, la técnica que utiliza, el dominio sobre el espacio y la luz, el estilo propio de cada época, y las cualidades personales.
La técnica es el primer punto que se espera de un artista, de tal manera, que la obra interpretada por él, aparenta ser simple cuando terminada, pero exigió mucha maestría en la composición. Entretanto, el arte no puede ser visto solo bajo el aspecto técnico; también contiene un gran valor simbólico. La visión artística transciende a la propia técnica y, muchas veces, innova la forma de ver la realidad. La excelencia de la obra de arte es, por tanto, aquella que ofrece un significado que atraviesa los siglos: «pero solo aquellos [artistas] dotados de una visión profunda y que usan el arte no como un fin en sí sino como un medio para decir verdades mayores son los que consiguen crear las obras-primas que resisten al juicio del crítico más severo de todos: el tiempo»[1].
Antes del siglo XIX, el artista tenía necesidad de patrocinadores a fin de mantener su subsistencia. Estos eran, en gran parte, la Iglesia y las cortes europeas. Solamente con el advenimiento del Romanticismo el artista pasó a ser más autónomo. Por el hecho de ser mantenido por otros, no siempre podía dar riendas a su inspiración, trabajando por encomienda. Cuando, sin embargo, se podía unir el pedido de una obra, con la aspiración del artista, se tenía como resultado una obra-prima.
Juntamente con una mayor libertad artística surgida en el siglo XIX, nace en Francia, la invención que representaría, de la forma más real posible, la «eternidad» de los hechos: la fotografía. Inventada en el verano de 1826, por el francés Joseph Nicéphore Niépce, más tarde mejorada por su socio Louis Daguerre, se popularizó con el descubrimiento del negativo, por el inglés William Henry Fox Talbot, presentado a la Royal Society en 1838.
La fotografía pasó a ser una forma de arte. Mientras los pintores buscaban representar la realidad a través de sus obras, la fotografía era la propia realidad fijada. A pesar de eso, la supremacía de la pintura está en transcender la realidad material, elevándose a consideraciones más espirituales.
Por otro lado, la técnica fotográfica trajo un elemento nuevo para la fe cristiana. Cuando el abogado Secondo Pia consiguió autorización para fotografiar el Santo Sudario de Turín en 1898, no esperaba el resultado que obtuvo. En el momento de revelar la fotografía en su cámara oscura, percibió que aparecía el Sagrado Rostro del Redentor en el negativo, cuya fisionomía era más nítida que en el propio lino.
¿Quién diría que una invención del siglo XIX mostraría al mundo el adorable Rostro de Nuestro Señor? Hasta entonces, no se tenía -siquiera- una pintura fidedigna del Salvador confeccionada en su época.
Si pensamos un poco, la fotografía del Sudario presenta apenas una fisionomía de Aquel que es el Hombre-Dios, y además fijada sobre un lino. Si pudiéramos atravesar la barrera del tiempo y llevar a Secondo Pia con su máquina fotográfica a la época de Jesús, ¿cuántas fisionomías no serían posibles fotografiar?
Poder revelar al mundo la fisionomía del Niño-Dios, después de su nacimiento[2]; o contemplar sus divinos ojos -aún jóvenes-, discutiendo con los doctores de la Ley, en el Templo[3]; talvez registrar escenas de la convivencia de la Sagrada Familia, durante aquellos años de silencio y oración; o también tener en manos una fotografía de nuestro Señor predicando las bienaventuranzas[4]; una de las más emocionantes fotografías, bien podría ser la de Jesús Crucificado…
¡Difícil seria escoger solamente una! Entretanto, Dios no quiso dejarnos todas estas fisionomías, sino apenas la del Sudario, la cual nos ayuda a tener fe en su Resurrección.
Y sin embargo, fue Dios que primero hizo el papel de artista: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza»[5]. Dios «pintó» su fisionomía en el ser humano, pero ella es vista más en su alma que en el cuerpo, así como la figura del Sudario es mejor observada en el negativo fotográfico que en el positivo. Por tanto, es posible ver a Dios en cada cristiano y en cada sacerdote que vive como Jesús vivió. Toda persona puede venir a ser otro Cristo, imagen de Dios y ejemplo de vida cristiana.
Por Thiago de Oliveira Geraldo
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