Redacción (Viernes, 27-08-2010, Gaudium Press) Pocos juegos toman tanto la atención de los participantes como el ping-pong. No es fácil distinguir lo que absorbe más la atención: si los golpes rítmicos de la pelota inquieta, una hora en la mesa otra en la raqueta, o si los movimientos que los dos adversarios están en la contingencia de ejecutar para vencer la partida.
La hinchada que provoca en los asistentes es inmensa. ¿Quién vencerá? Ciertamente, aquel que primero coloque al otro en la imposibilidad de contestar la pelota. Para eso, la astucia y las jugadas certeras son indispensables, pues el secreto de la victoria, lo que «da puntos», son la agilidad y el talento de los contendores. Cuánto más tenso y variado en movimientos es el juego, más brillante y atrayente es la partida.
Así también la conversación. El saque tiene papel fundamental. Lanzar bien el asunto es importantísimo. Cuando no se introduce bien el asunto, se tiene la impresión de que lo que decimos cae en la mesa como una pelota agrietada. La bola no rebota. El tema no ‘pega’. Se pierde un punto y la salida es sacar nuevamente, lanzando otro asunto. Otro error es introducir el tema equivocado o hacer un comentario fuera de lugar, lo que es conocido por el modismo como: «bola afuera».
La comparación sería casi interminable, sin embargo, «omnia comparatio claudicat»,[1] como decía Montaigne. Así es con esta, pues cuán más alto es el arte de la conversa. Ella es mucho más que «no dejar el volante caer» o un ping-pong de informaciones. Se necesita de agilidad de espíritu: inteligencia y elegancia. ¿Y por qué no decir? Encanto. El «savoir faire» y «savoir plaire» son esenciales para el «savoir dire». Así, como es agradable asistir a un diálogo entre buenos conversadores, que los franceses llaman de ‘causeurs’. Lo ínfimo toma valor. Lo sublime y lo jocoso están presentes con armonía. La disputa más tensa es afable. Sin ser pedante, la conversa es elevada.
La conversación persuade, cambia conceptos por el valor del argumento y da rumbo a la opinión pública. Fácil es intuir las ventajas de la buena conversación. Algunos pueblos hacen excelente uso de ella sea en la diplomacia, sea en los negocios. Al final, ¿no es la propaganda «de las dos mil bocas» la más eficiente?
Esta mejora el arte, donde desde la presentación personal, la inflexión de voz, la dicción y hasta el orden de las palabras componen una obra inigualable, exige también el interés y el afecto por el interlocutor.
Para todas las personas, el encanto, la ironía y el buen humor es lo elemental de saber agradar. Este arte de expresar precisamente lo que se quiere. Decir las palabras correctas en la hora correcta. Decir lo que se quiere por más puntiagudo que sea, sin herir y resentir. Y lo más sublime: decir sin decir. Decir en las entrelíneas para el subconsciente, permitiendo que el otro llegue a una conclusión solo y se agarre a la idea como si fuese propia.
Entretanto, para nosotros católicos, la conversa tiene fundamentalmente una finalidad sobrenatural. De ella nos servimos para el apostolado no para la proyección personal. A través de ella evangelizamos -Fides ex auditu (Rm 10,17)- cumpliendo el mandamiento del Señor: «predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). La palabra es el medio de apostolado, nuestro principal instrumento para la nueva evangelización.
Plinio Corrêa de Oliveira definía la conversación católica como «el intercambio de ideas, sobre diversos asuntos, considerados a la luz de los principios de la Iglesia, con el alcance de mejorar su identificación espiritual y cultural con Cristo». Por tanto, está lejos de la «prosa ociosa, inconsecuente y sin rumbo, el simple relato de las novedades del día por vana curiosidad, en fin, lo que vulgarmente se llama ‘charla’ «.
Dicen algunos que el arte de la conversa es el más alto de los artes. Por tanto, si es por así decir, el archi-arte, es el arte más difícil y elevado. ¿Cómo conversar bien? ¿Cómo ser un buen causeur? ¿Cuál es el secreto del arte de la conversa? La pregunta se impone, pues, el católico debe ser perfecto como el Padre Celestial hasta en el conversar.
Este arte es instintivo. A pesar de existir el antiguo «Dictionnaire de la Conversation», el manual francés no es todo. Sin embargo, tiene un secretito y aquí entra el silencio. Sin raciocinio, sin pensar en lo que se vio, sin explicitar lo que se sintió, sin desvendar lo que se intuyó es imposible ser un buen causeur.
En el silencio, reflexionamos lo que observamos, en otros términos, meditamos lo que admiramos. Hablo aquí del silencio proficuo y no del ocioso, como, es más, ponderaba Corrêa de Oliveira, «el silencio genera lo sublime o lo idiota». El silencio saludable enriquece al alma con el tesoro imperecedero que ni la polilla ni la herrumbre pueden corroer.
El silencio nos da la vida interior. Esta es la capital finalidad del silencio, el raciocinio, la meditación y la perfección espiritual. La vida interior confiere al alma una profundidad incomparable, como nos dice la escritura: «la lengua del justo es plata finísima, produce sabiduría, ornamenta la ciencia y cura». La sabiduría transborda del alma contemplativa, su palabra tiene más fuerza, más afecto. Hasta su silencio es más elocuente que el fatuo discurso de lo superficial, por más largo y erudito que sea, pues, la lengua del hombre sin vida interior, «hiere con golpes, transborda locura y para nada sirve» (Cf. Pv 10,20; 12,18; 15,2). Además, difícilmente alguien es erudito, culto, sabio y santo, sin cultivar el silencio.
En el silencio, podemos degustar todo el jugo de un buen libro y cultivar nuestro lenguaje, nuestros temas y horizontes. Sin embargo, más que la letra – muerta dígase de paso- en la palabra viva, en el ejemplo de los causeurs que nos precedieron podemos aprender el arte de la conversa. «Escucha en silencio, dice la Escritura, y tornaos sabio (Cf. Jo 13,5; Ec 32,9).
Así, quien pudiese ver a la Virgen de Nazaret en su humilde casa, como Jesús y José, talvez, no encontraría conversas sobre temas filosóficos, dramas históricos o debates teológicos. Más que un ping-pong de ideas, la conversa de María era como el vaivén firme, afable y sereno de las olas del mar. Asuntos aparentemente cotidianos, campestres, ganaban en sus venerables labios un imponderable sin igual.
Es posible entonces imaginar al niño adorable, Jesús, con cierto afán de niño, aunque siendo Dios encarnado, bebiendo del convive sereno y acogedor de su Madre sublime, «el paraíso de Dios».[2] Su voz de terciopelo y su mirada purísima poseían una profundidad capaz de enriquecer hasta el alma del niño Jesús. Prueba de esto es que Él quiso vivir treinta años con María y apenas tres con los hombres. ¿Por qué María agradaba tanto al Verbo Encarnado? La Virgen amaba el silencio y guardaba las cosas en su corazón (Cf. Lc 2, 19).
María Santísima tanto amó el silencio, que hasta hoy, meditando sobre la conversa de Jesús y María, podemos apreciar el valor del silencio; el valor de permanecer en quietud, pensando respecto a las cosas que realmente merecen meditación. Así, se enciende en nosotros el «motor» de la reflexión.
Por Marcos Eduardo Melo dos Santos
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[1] MONTAIGNE. Essais 3.13. «Toda comparação claudica».
[2] GRIGNION MONTFORT, Luís Maria. Tratado da Verdadeira Devoção à Santíssima Virgem. Petrópolis: Vozes. 2000.
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