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Gregorio, el Magno (II Parte)

Redacción (Miércoles, 08-09-2010, Gaudium Press)

Larga preparación

Después del aniquilamiento de los ostrogodos por el ejército del emperador Justiniano, durante varios años reinó en Italia una relativa paz que permitió a Gregorio, siguiendo la tradición familiar, cursar la carrera jurídica.

264_Media.jpgu aguda inteligencia y rara capacidad organizativa lo destacaron rápidamente en los medios cultos de la época, y su reputación aumentaba con el pasar de los años. Entretanto, como dos robustas ramas de un mismo árbol, crecían en su espíritu el deseo de emprender grandes obras para ordenar aquella civilización tambaleante y el anhelo de abandonar el mundo para consagrarse únicamente a la contemplación de las realidades sobrenaturales.

Cuando contaba con poco más de 30 años, fue nombrado prefecto de ¬Roma, uno de los más altos cargos del gobierno de la ciudad. Desempeñó esta función con superior habilidad, enfrentando dificultades de toda orden, creadas por el drama de la invasión de los lombardos. Entretanto, en medio de las más absorbentes ocupaciones, resonaba siempre en su alma el llamado a una vida contemplativa: «Durante mucho tiempo retrasé la gracia de la conversión, o sea, de la profesión religiosa, y, aún después de haber sentido la inspiración de un deseo celestial, yo creía ser mejor conservar el hábito secular. En este período se manifestaba en mí el amor a la eternidad, aquello que yo debía buscar, pero las ocupaciones asumidas me encadenaban» – confesaba él, años después, en una carta dirigida a San Leandro de Sevilla.

En 575, concluyó el tiempo prescrito y Gregorio, aliviado, dejó el más prestigioso cargo de la ciudad. Tres años transcurridos buscando solucionar casos y situaciones irremediables, lo convencieron de la inutilidad de cualquier esfuerzo humano para salvar aquella civilización: sí, la grandeza temporal de la urbe de los césares había naufragado. Esperar, solo en Dios…

La gracia operó entonces la definitiva conversión de aquella alma hecha para volar en los horizontes infinitos de la Fe.

Gregorio, monje

Junto con las esperanzas terrenales, Gregorio dejó para siempre la púrpura del patriciado y se revistió de las insignias de una nobleza más ¬alta: el hábito monacal. Pero, envés de abandonar la conturbada Roma y partir para algún claustro distante, transformó el palacio senatorial del Monte Celio en monasterio benedictino, bajo la invocación de San Andrés.

Entregando el gobierno de la casa a un experimentado abad llamado Valencio, comenzó como humilde súbdito su vida religiosa. Fueron los años más felices de su existencia.

En este período, pudo Gregorio saciar sus anhelos de aislamiento, y abundantes gracias místicas de contemplación le fueron concedidas. Con indecibles anhelos, escribió décadas después: «Cuando vivía en el monasterio, podía tener, de modo casi continuo, la mente fija en la oración».

La luz sobre el candelero

Entretanto, «no se enciende una luz para colocarla debajo del almud, sino para ser puesta sobre el candelero» (Mt 5, 15). La Sabiduría divina iba lentamente preparando este varón fuera de lo común, por vías no imaginadas por él, para ser una verdadera luz del mundo que brille en el firmamento de la Iglesia y la Civilización Cristiana.

Después de cuatro años de paz monacal fue, por orden del Papa Benedicto I, ordenado diácono regional, o sea, encargado de la administración de una de las regiones eclesiásticas que en esa época dividían la ciudad de Roma. Y poco después el nuevo Papa, Pelagio II, que reconocía en Gregorio una larga experiencia en asuntos seculares y una probada virtud, lo envió como apocrisiario (nuncio) a la capital del Imperio de Oriente, Constantinopla. «Como sucede a veces a una nave, atada al muelle de modo descuidado, ser arrastrada por las olas para fuera del puerto cuando sobreviene una tormenta, así me encontré súbitamente en el océano de los asuntos del siglo», escribía él, narrando su nueva situación.

Seis años de intensa labor en la ¬corte imperial proporcionaron a Gregorio un útil contacto con la cultura y la grandeza bizantinas, pero también con la sinuosa y ambigua política de sus soberanos. Las tendencias heterodoxas de monofisismo y nestorianismo, que aún crepitaban allí, fueron combatidas con intrepidez por el apocrisiario, el cual sabía aliar a los argumentos teológicos una fina habilidad diplomática.

8333_M_bac19a1.jpgSiempre acompañado por algunos monjes de San Andrés de Monte Celio, Gregorio mantuvo en el bello palacio a orillas de Bósforo, donde residían los apocrisiarios del Papa, la vida sacra de un religioso, hijo de San Benedicto. A pesar de las múltiples ocupaciones, todos allí rezaban, cantaban y estudiaban las Escrituras, en la entera observancia de la disciplina monástica.

Alrededor del año 585, pudo Gregorio retornar a Roma. Su mayor deseo era retirarse definitivamente del mundo y encerrarse en su amado monasterio de San Andrés. Sin embargo, los deberes del apostolado y la voz de la obediencia lo llamaron una vez más para otros caminos.

Una antigua tradición refiere que cierto día, caminando por las calles de la ciudad, él se deparó con un grupo de jóvenes esclavos anglos, provenientes de la lejana Britania. Contristado, al ver gente tan llena de cualidades sumergidas en las tinieblas del paganismo, exclamó: «¡No son anglos, sino ángeles!» Providencial encuentro que lo movería a hacer todo lo posible para llevar la luz del Evangelio a este pueblo y, más tarde, a promover la conversión de todos los nuevos y temidos habitantes de Europa: los bárbaros.

Pidió permiso al Papa para dirigirse al país de los anglos, con el ¬objetivo de traerlos al seno de la Iglesia. Pero, atendiendo a las súplicas del pueblo romano, que no quería verse privado de un varón cuya santidad ya era notoria, Pelagio II lo retuvo en la Ciudad Eterna y, además, lo llamó a sí, para servirse de él como experimentado consejero.

La más alta de las cruces

Después del fallecimiento de Pelagio II, fue Gregorio el escogido, por unánime aclamación, para ocupar el trono de San Pedro. Considerándose, entretanto, indigno, y espantado delante de la inconmensurable responsabilidad, huyó de Roma y se ocultó en las montañas y florestas vecinas. Allá fue encontrado por el pueblo y, entonces, se sometió humildemente delante de las inequívocas señales de la voluntad divina. A su amigo Juan, Obispo de Ravena, que lo censuró por no aceptar inmediatamente la elección, escribiría después, asumiendo la reprehensión: «Con benigno y humilde afecto, desapruebas, hermano queridísimo, el hecho de que haya huido, escondiéndome, del peso del gobierno pastoral!».

Fue solemnemente consagrado en la Basílica de San Pedro, el día 3 de setiembre de 590. Con todo, teniendo siempre delante de sí la propia insuficiencia e indignidad, manifestaba sinceramente su consternación: «Me siento de tal modo destrozado por el dolor, que apenas puedo hablar. Todo lo que contemplo me causa tristeza, y aquello que para los otros es motivo de consuelo, a mí me parece penoso».

Pero si la humildad lo hacía temblar, la Fe en la invencibilidad de la Cátedra de Pedro le inculcaba una sobrenatural fortaleza: «Estoy dispuesto a morir antes de ser causa de ruina para la Iglesia de Pedro. Me acostumbré a sufrir con paciencia, pero, una vez decidido, me lanzo con ánimo resoluto en dirección a todos los peligros».

Por el P. Pedro Rafael Morazzani Arráiz, EP

Próxima entrega: Viernes 10 de septiembre (El punto de vista profético – Pastor de almas)

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