Redacción (Miércoles, 29-09-2010, Gaudium Press) Nada más actual para abordar en un artículo que aquello que puede estar ocurriendo con usted, querido lector. Es posible que en medio de la vorágine de sus ocupaciones, usted esté recorriendo los ojos por esta página en la búsqueda de alguna información rápida para su trabajo académico, su redacción o hasta para aumentar su conocimiento mientras visita esta página. Lo invito, entonces, caso esté con mucha prisa, a detenerse un poco más en estas líneas para considerar lo que pudo estar sucediendo con usted. Tal vez, aún sin saber, esté siendo víctima, ahora mismo, de un gran bandido que ha hecho incontables víctimas en nuestro siglo, influenciando mentalidades, comportamientos y estados de espíritu: la «correría».
Entretanto, ¿de dónde surgió este estado de espíritu? ¿No será que el Hombre fue siempre así? ¿No tuvo que estar siempre corriendo para vivir? No, no fue siempre así. Y ¿por qué? Porque, evidentemente, el progreso tecnológico es uno de los grandes responsables por la «correría», y es un fenómeno reciente. Sobre todo, de ¡nuestros días! Nunca hubo tanto esfuerzo para apresar las cosas como hoy. Todo está siendo cada vez más rápido. Bancos, tarjetas de crédito, computadoras, internet, cohetes, aviones, motocicletas, autos, electrodomésticos y… celulares, antes nadie necesitaba de ellos, hoy nadie vive sin ellos… Así, todo hoy colabora para que el hombre corra, corra, corra, corra… ¿Para qué? ¿Para dónde?
Al observar lo que existe alrededor de nosotros, vemos que para todo existe un equilibrio, una proporción y una armonía. Por ejemplo: Imaginemos que también la duración del día y la noche comenzase a correr, y en tres horas el día se hiciese noche, y ésta, a su vez, durase apenas algunos pocos minutos. El desorden mundial estaría instalado. Pensemos, entretanto, en una conversación en que cada palabra demorase dos minutos para ser oída. ¡La vida sería imposible! O, si al mirar algo, la imagen llevase diez segundos para ser vista… o también, si el hombre caminase a la velocidad de un bicho perezoso… de ahí concluimos que todo lo que Dios creó tiene proporciones.
Entretanto, el crecimiento desenfrenado de la velocidad ha operado una enorme transformación en el hombre en cuanto a su capacidad de reflexión. Cuando salimos de un determinado lugar a otro, en un automóvil a 100 Km. por hora, casi no tenemos tiempo de observar, de reflexionar, y así emitir un juicio de aquello que vemos, pues cuando percibimos algo y comenzamos a analizarlo ya aparece otra cosa y así en adelante. Hasta en las reglas de producción cinematográfica, está la de no presentar una escena con más de 6 segundos de duración… de ahí el surgimiento de la «generación de la imagen», que piensa menos, reflexiona menos, tiene menos capacidad de opinar y sostener una posición firme delante de una determinada situación.
Así, la desentrañada cultural en que vivimos, la aversión a la lectura, a la meditación, a la oración, a las cosas espirituales y metafísicas, así como a todo lo que no corra y no produzca sensaciones. A ese propósito, comenta el profesor Plinio Corrêa de Oliveira: «La aversión al esfuerzo intelectual, notadamente a la abstracción, la teorización, al pensamiento doctrinario, solo puede inducir, en último análisis, a una hipertrofia de los sentidos y la imaginación, a esta ‘civilización de la imagen’ para la cual Pablo VI juzgó deber advertir la humanidad».
Otro aspecto que el exceso de velocidad produce, es la desaparición de las fórmulas de educación, cortesía y, por consiguiente, el trato amable y respetuoso, substituido por la convivencia pragmática, egoísta y hasta bruta, pues si «time is Money», ¿para qué detenernos en palabras y acciones que no produzcan lucro material? Así, no es raro que la sociedad de la «correría» acabe por generar un tipo humano intemperante y ávido de placeres, pues, al correr para todo, se corre también para los placeres. Alguien podrá preguntarse: «¿qué hacer para no dejarse llevar por las agitaciones de la actualidad?» La clave de la cuestión está en la templanza.
En nuestros días, la virtud de la templanza es, de modo especial, una virtud necesaria para el hombre cristiano. ¿Por qué? Porque es la templanza la virtud por la cual todos los actos e instintos del hombre son moderados según la razón y la Fe. Con efecto, si el individuo es templado, es capaz de degustar la situación legítima en que se encuentra y en ella encontrar felicidad. Si es, o se deja tornar intemperante, él corre atrás de los placeres y las sensaciones.
Es propio del espíritu «correría» haber transformado en una fuente de placer intemperante hasta las cosas que, de sí, no son deleitosas. O sea, la manía de estar inmerso continuamente en sensaciones fuertes, y de no querer vivir en la placidez de una vida ordenada y común. Esta manía es la extensión lógica de la sed de placer para la apetencia de otras sensaciones en otros terrenos de la vida, que crean el estilo del existir contemporáneo. Es una corrida atrás de las sensaciones a propósito de todo y de nada. Mientras el hombre temperante se defiende de ellas, el intemperante vive apenas persiguiéndolas e intentando aspirarlas a toda costa.
De ahí nacen, en amplia medida, el desequilibrio de la sociedad hodierna, y la pseudo-alegría que una persona del interior encuentra cuando llega a la ciudad grande, deslumbrándose con las sensaciones fuertes que ésta le promete. Aunque sea la emoción de casi verse atropellado en un accidente de automóvil. Ella vuelve a su pueblito y comienza a contar a todo el mundo como estuvo en un lugar donde los automóviles corren tan de prisa que solo faltó morir debajo de uno.
Así, es evidente que todo hombre lucraría mucho al inhalar la felicidad de la templanza, esta felicidad y tranquilidad de quien lleva una existencia normal, calma, sin sensaciones, agitaciones y de una actividad fecunda, enriquecida por la vida de oración. Por consiguiente, es infeliz el individuo intoxicado por la posición de espíritu opuesta y que sea esclavo de la intemplanza, contraria a la verdadera felicidad.
Por Rafael Juneo Pereira Fonseca
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