viernes, 22 de noviembre de 2024
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La inusitada y sublime fuerza de los mártires

Bogotá (Lunes, 18-10-2010, Gaudium Press) La historia de los primeros mártires de la Iglesia no puede dejar de conmover, incluso a los corazones más endurecidos. Desde Nerón hasta la última persecución de Diocleciano, pasando por Domiciano, Decio y Valeriano, las furias imperiales instigadas en buena medida por el recalcitrante y finalmente agonizante culto pagano no tuvieron ninguna compasión ni se detuvieron ante el bello espectáculo de hombres impolutos y firmes en su fe, cuyo único crimen era no rendir tributo a deidades que sabían falsas, cuando no verdaderas potestades espirituales del maligno. Todo el poder de un imperio se ensañó entonces contra la frágil estructura de la Iglesia naciente.

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San Ignacio de Antioquía

Entretanto, quien se detiene un tanto en la consideración de esos impactantes hechos puede percibir que en realidad el fuerte era débil, y la verdadera fortaleza tenía su sede en la aparente debilidad.

Humanamente hablando, nada más débil que un niño. Además de la fragilidad de su condición física en formación, sabemos que su voluntad aún no persigue objetivos con decisión, los menores escollos le suponen un gran obstáculo, el sufrimiento, particularmente el físico, le hace renunciar fácilmente a sus deseos más queridos. Entretanto, no era ese en absoluto el caso de los mártires-niños, que para inmortal gloria de la Iglesia también los hubo, como Santa Inés, o San Tarcisio, o San Justo y San Pastor en la Hispania, quienes voluntariamente se presentaron a la autoridad romana manifestando su condición de discípulos de Cristo, para ser después degollados.

Entretanto, no necesitamos la flaqueza de la condición infantil para medir en su gran dimensión el heroísmo y la fuerza interna de los mártires. El hombre moderno, al que el menor sacrificio le detiene o el más nimio sufrimiento le pone en fuga, ve con sorpresa, tal vez incomprensión y ojalá con admiración, el grandioso espectáculo de un San Ignacio de Antioquía -cuya fiesta celebramos ayer- quien camino ya al patíbulo pedía ser «entregado a las fieras, puesto que por ellas puedo llegar a Dios». «Soy el trigo de Dios -decía el Santo mártir en una de sus epístolas-, y soy molido por las dentelladas de las fieras, para que pueda ser hallado pan puro. Antes, atraed a las fieras, para que puedan ser mi sepulcro, y que no deje parte alguna de mi cuerpo detrás, y así, cuando pase a dormir, no seré una carga para nadie. Entonces seré un verdadero discípulo de Jesucristo».

O podemos considerar también los sublimes hechos de un San Lorenzo diácono, asado en la parrilla durante la persecución de Valeriano, cantados por San Ambrosio, San Agustín y el poeta Prudencio, o los de un San Sebastián jefe militar, quien no sólo tuvo que afrontar la orden de la muerte asaeteada, sino el que ésta hubiese sido impartida por su antiguo íntimo amigo, el propio Emperador…

Eran estos verdaderos ‘super-hombres’, muy fuertes en medio de su aparente debilidad.

Sin embargo, salta a la vista que la mera naturaleza humana no puede explicar esa fortaleza, lo que se evidencia en las no pocas apostasías y defecciones que hubo también durante las persecuciones. Ante la perspectiva de la muerte atroz, muchas veces precedida de la más aterradora tortura, hubo numerosos cristianos que desfallecieron, algunos incluso miembros de la jerarquía eclesiástica, en lo que podríamos considerar como un comprensible movimiento de repulsa a la muerte nacido del instinto de conservación.

¿Entonces, cuál era la fuerza que impulsaba a estos héroes-mártires a preferir la muerte e incluso desearla, antes que renegar de su fe? Era evidentemente un amor sobrenatural a Cristo, quien constituía su vida y su luz, de la que nunca se querrían separar. Como siempre, la explicación está en el amor.

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Nuestra Señora Reina de los Mártires,

en la Iglesia de los Mártires, Lisboa

Modelados por el Espíritu Santo, estos héroes escucharon seducidos en su catecumenado las historias de la vida y obra del Salvador, a veces narradas por algunos de sus partícipes. A medida que se sucedían los sublimes relatos, sus potencias iban configurando en un receptivo espíritu la figura divina de Cristo, en su bondad inefable, en su belleza inmaculada, en sus palabras de vida eterna, ciertamente también en su tono de voz, en sus gestos, en su caminar, en los rasgos de su rostro… de modo tal que Cristo no era para ellos una imagen lejana sino alguien de su día a día, la admiración constante de su cotidianidad. Y con el tiempo, Cristo se fue haciendo cada vez más presente en sus vidas, y se fue introduciendo en su esencia, de manera tal que, en términos filosóficos, podríamos decir que su ‘forma’ humana fue siendo cada vez más asumida por una ‘forma’ cristiana.
Esto al punto tal, que cuando la alternativa brutalmente ofrecida fue o la muerte o la renuncia a Cristo, para ellos no existía alternativa, pues renunciar al Redentor era mucho más renunciar a su propia vida…

Quien se depara a la distancia de los siglos con el resplandor supremo de los ocasos de estas vidas, puede sentir al tiempo que la fortaleza y la convicción, la alegría que a muchos embriagaba, la paz que los inundaba. Como San Ignacio de Antioquía, presurosos querían ellos que las fieras fueran su sepulcro, porque allí, en las entrañas de los leones, nacían para la vida eterna, partían a la morada con Aquel que en vida fue su paz y alegría, y en la eternidad sería su feliz recompensa, «demasiadamente grande».

La muerte era el velo deseable de ser traspasado, apertura de la unión ya total con Dios.

Por Saúl Castiblanco

 

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