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La Sabiduría de los simples

Redacción (Jueves, 21-10-2010, Gaudium Press) «¿Por qué predicas de modo tan simplón? Haces papel de ignorante. ¿Por qué no predicas a lo grande como en las ciudades? ¡Ah! ¡Como me deleito con estos grandes sermones que no incomodan a nadie, que dejan a las personas vivir a su modo, haciendo lo que quieren!». Este fue el elogio que recibió San Juan María Vianney de una posesa. En efecto, sin molestarse por esto, este santo era tenido, por muchos, como siendo de inteligencia defectuosa; entretanto, poco sabían los eruditos de su época que en realidad este varón fue un grande sabio, ya que entendía todo por las causas altísimas, o sea, por la visión de Dios.

Cura-dArs.jpgDe hecho, en tiempos del santo, la etiqueta consistía en hacer sermones basados en Chateaubriand o en Lacordaire, intentar imitar a Bossuet, en fin, sobresalir más por florituras retóricas y por un estilo académico, que intentar alcanzar el fondo del alma de los fieles teniendo en vista su conversión.

Dios, sin embargo, jamás abandona a su pueblo. Así, en este período de progreso científico, que fue el siglo XIX, en plena Revolución Industrial, cuando la humanidad esperaba todo de las máquinas y del desarrollo científico, la Sabiduría Divina suscita un varón que en su simplicidad arrebata las almas, volviendo sus ojos a la verdadera realidad: el mundo sobrenatural, la ciencia de la Cruz.

Al leer un texto, o escuchar un discurso, esperamos de nuestro autor, que tenga más que simplemente «don». Lo que realmente nos atrae es cuando percibimos no solo el don, sino su genialidad. Con todo, hay algo todavía más sublime que la conjugación de don y genialidad: es cuando constatamos que nuestro autor es inspirado. Con efecto, ¿qué nos es más leve y agradable que leer las Sagradas Escrituras? Entretanto, ¿no será simple su estilo?

Lo mismo se daba con el Cura de Ars que, obtuso a los ojos del mundo, se tornaba sutil y penetrante con sus ejemplos, y maravillaba a su auditorio, invitándolo así a la sincera conversión: «Mis hijos, si vosotros vieseis a un hombre levantar una gran hoguera, amontonar ramas unas sobre otras, y, preguntando lo que está haciendo, él os responde: «Estoy preparando el fuego que debe quemarme», ¿qué pensareis? Y si vieseis a este mismo hombre acercar una llama de las ramas, y, cuando encienda la hoguera, tirarse dentro… ¿qué diréis? Cometiendo el pecado es así que nosotros procedemos. No es Dios que nos precipita en el infierno, somos nosotros los que nos tiramos…»

¿No hay que reconocer en esto una profunda sabiduría? ¿No son palabras penetrantes e inspiradas? ¿No demuestra este santo un gran conocimiento de Dios? En efecto, el gran Santo Tomás de Aquino -que por cierto prisma estaría en la antípoda de nuestro Cura de Ars- nos define: «Sabio se llama, en cada género, a quien conoce la causa altísima de ese género por la cual puede juzgar a todo. Sabio, absolutamente hablando, es aquel que conoce la causa altísima absoluta, esto es, Dios. Por eso, el conocimiento de las cosas divinas se llama sabiduría. El conocimiento, sin embargo, de las cosas humanas se llama ciencia». Tal definición es la propia imagen de este humilde párroco de Ars.

De esta forma, entendemos mejor las palabras de Jesús: «Te bendigo, oh Padre, Señor del Cielo y de la Tierra, porque escondiste estas cosas a los sabios y los inteligentes y las revelaste a los pequeñitos. Sí, Padre, porque así fue de tu agrado». (Lc 10, 21)

Por Michel Six

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