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¿Existe algún remedio para la envidia?

Redacción (Viernes, 29-10-2010, Gaudium Press) Después de haber estudiado, aunque de forma sucinta, los vicios capitales y también haber analizado la envidia con sus principales conceptuaciones y consecuencias, cabe preguntar: para un mal tan grande, ¿existe algún remedio? ¿Existirá algún antídoto contra la envidia?

A primera vista podrá parecer que, para este veneno, no existe remedio enteramente eficaz, pues según San Beda: «Se puede ocultar el veneno de la envidia, pero es difícil hacerlo desaparecer» (Catena Áurea, vol. VI, p. 388).

Entretanto, de acuerdo con la doctrina católica, contra este vicio existen diversos antídotos o remedios, pues la envidia no es un mal incurable. El primero, y más importante de ellos, consiste en la práctica de la caridad. Esta virtud se opone directamente al vicio de la envidia. Por eso, San Pablo afirma que:

La caridad es paciente, la caridad es bondadosa. No tiene envidia. La caridad no es orgullosa. No es arrogante. Ni escandalosa. No busca sus propios intereses, no se irrita, no guarda rencor. No se alegra con la injusticia, sino que se alegra con la verdad. Todo disculpa, todo cree, todo espera, todo soporta (1 Cor 13, 4-8).

Tanquerey (n.d.r.: Reconocido teólogo moral y dogmático) también nos presenta otros remedios contra la envidia. Estos pueden ser negativos o positivos. Los medios negativos son:

a) Despreciar los primeros sentimientos de envidia o celos que se levantan en el corazón, aplastarlos como cosa innoble, de la forma que se aplasta un reptil venenoso; b) En desviar el pensamiento para otra cosa cualquiera; y, después de restablecida la calma, reflexionar entonces que las cualidades del prójimo no disminuyen las nuestras, antes nos son incentivo para imitarlas.
Entre los medios positivos indicados por Tanquerey, uno de ellos consiste en el cultivo de la emulación. Otro antídoto está en compenetrarnos en nuestra incorporación al cuerpo místico de Cristo.

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La Virgen, ejemplo sublime de espíritu

contemplativo y admirativo

En virtud de este dogma, todos somos hermanos, todos miembros del Cuerpo Místico que tiene a Jesús por cabeza, y tanto las cualidades como los triunfos de uno de estos miembros redundan sobre los demás; en lugar, pues, de entristecernos, debemos antes regocijarnos en la superioridad de nuestros hermanos, según la bella doctrina de San Pablo (Rm 12, 15-16), ya que ello contribuye para el bien común y hasta para el nuestro particular. Si son las virtudes de los otros que envidiamos, «en lugar de tener envidia y celos por estas virtudes, lo que muchas veces sucede por sugerencia del diablo y el amor propio, debemos unirnos al Espíritu Santo de Jesucristo en el Santísimo Sacramento, honrando en él el manantial de estas virtudes y pidiéndole la gracia de participar y comulgar en ellas; y veréis cuánto esta práctica os será útil y ventajosa» (J.J. OLIER, catéch. Chrêt., P., leç. XIII apud TANQUEREY 1955, 850).

La admiración como remedio para el vicio de la envidia

Con todo, existe también otro remedio que está íntimamente ligado a la virtud de la caridad, y creemos que es uno de los principales antídotos contra la envidia. Este remedio se llama admiración.

Admirar es lanzar una mirada consciente para aquello que es superior; es maravillarse con la obra de la gracia actuando en el alma de otro; es alabar a Dios que se manifiesta en la criatura. El admirar consiste en desapegarse de sí mismo y está ligado a la capacidad de reconocer que no se tiene derecho a nada, pues de acuerdo con San Pablo (1 Cor 4, 7): «¿Qué es lo que poseéis que no hayas recibido?».

La admiración mantiene el ideal, la envidia lo desgasta. La admiración es dinámica, apostólica, y torna aguda la consciencia. La envidia solamente es capaz de pensar en sí corroyéndose por dentro, provocando desagrado, desorden e infelicidad.

El envidioso padece de una angustia y una tristeza continua, de modo contrario, ¡cuánta felicidad, paz y dulzura tiene el alma admirativa! Ella es desinteresada, reconocedora de los bienes y las cualidades ajenas, es restituidora de los dones concedidos por Dios.

Conviene recordar que, tanto la palabra envidia como la palabra admiración, tienen ambas un mismo origen y se caracterizan por un impulso de la mirada. Envidiar es lanzar una mirada negativa para aquello que se considera superior; mientras que la admiración consiste en una mirada benévola y extasiada para aquello que es excelente.

La admiración es también considerada como el principio de toda Filosofía, pues Platón, citando a Sócrates, decía: «Bien veo, estimado Teeteto, que Teodoro comprendió tu verdadera naturaleza cuando dijo que eras un filósofo, pues la admiración es la característica del filósofo y la filosofía comienza con la admiración» (Theait., 155 D). Aristóteles tiene la misma opinión cuando afirma: «el comienzo de todos los saberes es la admiración…» (Met., A 2983).

Emery, al hablar de la virtud de la admiración, nos pregunta: «¿No residiría el secreto de espíritu de admiración, en una capacidad de unir dos actitudes casi contradictorias: la de querer todo y la de contentarse con muy poco?» .

Para este mismo autor: La admiración es un don del Espíritu Santo. Pues humanamente no es posible maravillarse siempre, como tampoco se puede naturalmente ser «siempre alegre» como nos exhorta el Apóstol. […] El don espiritual de la admiración está íntimamente ligado a la fe, a la fe que consiste, como dice también San Pablo, en saber que las cosas visibles son pasajeras, y que solo las invisibles son eternas.

Emery (1977) también afirma que la envidia es un apego a sí mismo y de modo contrario «el maravillarse consiste, pues, siempre en un arrancarse ese egocentrismo […]. Hay un desapego en el maravillarse, un desapego en relación a aquello que indebidamente nos cierra los ojos…» La admiración es el medio de poseer todo sin retener nada.

Cabe destacar, una vez más, que la admiración consciente y voluntaria podrá ser uno de los antídotos más eficaces contra la envidia, y que también el combate a este vicio tiene una fundamental importancia en el desarrollo de la vida espiritual. Señala Mons. João Clá Dias, fundador de los Heraldos del Evangelio que «todas estas consideraciones deben grabarse a fondo en nuestros corazones, haciéndonos huir de este vicio como de una peste mortal. Alegrémonos con el bien de nuestros hermanos, y alabemos a Dios por su liberalidad y bondad. Quien actúe así notará, en poco tiempo, cómo el corazón estará calmo, la vida en paz, y la mente libre para navegar por horizontes más elevados y bellos. Más aún: será él mismo objetivo del cariño y predilección de nuestro Padre Celestial […], pues donde impera el amor de Dios desaparece la envidia».

Por Inácio Almeida

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