Redacción (Lunes, 01-11-2010, Gaudium Press) Como las piedras que forman una bella Catedral, así son las verdades de la Doctrina Católica. De hecho, los misterios de la Fe Cristiana encajan armónicamente, como un sistema completo, un edificio sublime. Esta armonía es tan íntima, que cuando se subestima alguna enseñanza de Fe, todo el castillo doctrinal de la Iglesia es impugnado de forma implícita. Se diría que es imposible sustraer una piedra de este espléndido edificio. Entretanto, siempre que el viento del error intentó minar los fundamentos de la Fe, la Iglesia supo mantenerse firme, erguida y sólida. Fue precisamente lo que sucedió en uno de los mayores acontecimientos de la Historia de la Iglesia: el Concilio de Éfeso, convocado de cara al error del nestorianismo.
El hombre que dio nombre a esta herejía se llama Nestorio. En su juventud fuera monje en los alrededores de Antioquía, su tierra natal. Electo patriarca de esta ciudad aplicara la reforma del clero; era tan elocuente y erudito que fue llamado por sus contemporáneos de «el segundo Crisóstomo». Su fama le valió ser llamado por el Emperador al Patriarcado de Constantinopla, la capital del Imperio de Oriente. A pesar de muy inteligente, el prelado poseía un carácter rudo, orgulloso y autoritario.
Nuestra Señora de las Lajas Foto: Leonel Mosquera |
Cierto día, Nestorio fue interrogado por los fieles que oyeron a Anastasio, uno de sus presbíteros de confianza, decir que María Santísima no era Madre de Dios, sino solamente Madre del hombre Jesucristo. Escandalizado, el pueblo cristiano exigía una explicación del Patriarca de Constantinopla. Entretanto, el también infeliz obispo negó la Maternidad Divina de María, atribuyéndole solamente el título de Madre de Cristo, pues según Nestorio, «una criatura no puede dar a luz al Creador, sino que dio a luz un hombre, instrumento de la Divinidad». (ROPS, 1992).
Tales palabras hirieron la devoción impregnada de ternura de los cristianos de aquel año 428. Desde los primerísimos tiempos del Cristianismo el título de Madre de Dios, en griego Theotókos, fuera usado por diversos Padres de la Iglesia y escritores eclesiásticos, como San Hipólito de Roma, San Atanasio, San Alejandro, San Cirilo de Jerusalén, Eusebio de Cesarea, Dídimo y Orígenes. Diversos documentos de aquella áurea época comprueban el uso corriente de la expresión Theotokos como, por ejemplo, un pergamino del segundo siglo conteniendo una oración a la Madre de Dios actualmente expuesto en el Museo Británico.
Aparentemente, la tesis nestoriana parecía herir solamente la devoción a la Madre de Jesús, sin embargo, los vocablos theotókos y christotókos, Madre de Cristo, por más semejantes que parezcan entre sí, encubrían dos posiciones cristológicas completamente diversas.
Es importante resaltar que la doctrina católica sobre la unión de las naturalezas de Cristo todavía no estaba enteramente explícita. Contra la doctrina arriana, la Iglesia solamente había declarado que Jesucristo era verdadero Dios, consubstancial al Padre, eterno como Él y sin principio en el tiempo. Contra los apolinaristas, había definido que la naturaleza humana de Cristo era completa, como la de los demás hombres. (AQUINO, 2008, 3 q. 2, a. 9) (LLORCA, 2005).
Nestorio creía que en Cristo había dos personas: una divina y otra humana, unidas por una habitación de la divinidad en la naturaleza humana, como en un templo, o de una túnica que estuviese unida al cuerpo. De esta manera, como el Verbo Eterno pasó a habitar en la carne humana formada en el claustro materno, María solo podría ser llamada «Madre de esta carne humana o de la persona humana en la cual el Verbo habitaba» (BETTENCOURT, 2003). Por tanto, no le competiría el título de Madre de Dios, pero sí, Madre de Cristo hombre, distinguiendo así en su doctrina la persona humana de la divina. De ahí, el término griego impuesto por Nestorio, anthropotókos, Madre del hombre.
En consecuencia de este error, en la Cruz fue solo el hombre Jesús que murió; ya no se podría decir que Dios sufrió y murió por amor a los hombres. El sacrificio cruento del Salvador en rescate del mundo pierde todo su sentido, pues una persona humana jamás poseerá méritos infinitos a fin de redimir al género humano del pecado original. El misterio de la Redención, la Santísima Trinidad y la Encarnación son simultáneamente impugnados. (BETTENCOURT, 2003).
En verdad, estos matices teológicos no eran perceptibles al pueblo fiel. Más que la cuestión cristológica, el ataque de Nestorio al título de Madre de Dios afectó la amorosa devoción a Nuestra Señora de aquellos auténticos cristianos. El tema se transformó en fuente de discusiones y protestas hasta durante actos de culto.
El Patriarca de Constantinopla, Nestorio, se vio en la contingencia de escribir al Papa San Celestino I (422-432), enviándole una colección de sus homilías. El Sumo Pontífice sabiamente presentó estos escritos a San Juan Casiano, abad del monasterio de San Vítor de Marsella e ilustre teólogo, pidiéndole su opinión. Mientras, en Egipto, San Cirilo (+444), Patriarca de Alejandría, versaba tranquilamente en sus homilías sobre temas bíblicos. Informado de la nueva doctrina de Constantinopla luego intervino buscando aclarar a Nestorio el craso error que cometía. Los dos patriarcas mantuvieron un amable intercambio de cartas sobre las maravillas de la Santísima Virgen. Entretanto, el afecto y la bondad en nada resultaron.
Al año siguiente (430), el Patriarca alejandrino escribe el primer tratado antinestoriano denunciando la herejía y por fin apelando al Papa San Celestino. El Santo Padre convocó un Sínodo en Roma en el mismo año, a fin de juzgar las proposiciones de Nestorio y de San Cirilo. Con el placet de San Casiano, la tesis de Nestorio fue condenada por el Papa que lo invitó a una retractación. A través de una carta donde confirmaba la doctrina de San Cirilo, concedió el Sumo Pontífice plenos poderes al Patriarca de Alejandría para resolver la cuestión.
San Cirilo ejerció sus funciones de manera enérgica e impetuosa – lo que le valió la alabanza del Papado y la Iglesia Universal. En nombre de la Tradición apostólica, la Fe popular y ahora de la Cátedra de Pedro, San Cirilo defendía la ortodoxia movido por el amor que poseía a Nuestro Señor Jesucristo y su Madre Santísima. Dotado de una inteligencia aguda, carácter enérgico y extraordinaria diligencia, San Cirilo convocó inmediatamente un Sínodo en Alejandría donde compuso los doce anatematismos. Todas las veces que una herejía amenazó el frondoso árbol de la Iglesia, de la misma raíz brotaba un ramo capaz de defender la verdad. San Cirilo era así el nuevo paladino de la verdad frente al nestorianismo.
Nestorio no aceptó las doce proposiciones de San Cirilo, aunque pre-determinadas por la autoridad pontificia, sugiriendo la convocación de un Concilio. La propuesta fue acatada inmediatamente por el Papa que indicara como doctrina a ser aprobada la propia carta de San Cirilo. Así, la reunión de los obispos fue marcada por ocasión del Pentecostés de 431 en la Iglesia de María en la simbólica Éfeso.
Por Marcos Eduardo Melo dos Santos
(Mañana – El concilio)
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BIBLIOGRAFIA
AQUINO, Tomás de. Suma Teológica. São Paulo: Loyola, 2008.
ARAUTOS DO EVANGELHO. A «Casa de Maria», em Éfeso, poupada pelas chamas. maio 2009. São Paulo: Assoc. Arautos do Evangelho do Brasil, p. 45.
BETTENCOURT, Estevão. Curso de Patrologia. Rio de Janeiro: Mater Ecclesiae, 2003.
DENZINGER, H. Compêndio dos Símbolos definições e declarações de Fé e Moral. São Paulo: Loyola; Paulinas, 2007.
LLORCA, Bernardino. História de la Iglesia Católica. t. 1. Madrid: BAC, 2005.
ROPS, Daniel. Igreja dos Tempos Bárbaros. São Paulo: Quadrante. 1991.
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