Redacción (Martes, 02-11-2010, Gaudium Press) De hecho, la próspera capital de Asia menor, situada al sudoeste de la actual Turquía era un evocativo lugar. Ya en la época de San Pablo Apóstol, Éfeso se destacó entre otras ciudades por una excelente receptividad a los apóstoles y una fervorosa adhesión al Evangelio. En aquella suntuosa ciudad, San Pablo ejerció el apostolado durante casi tres años con los santos Aquila y Priscila. Allá dejó primero a San Timoteo y después al esclavo San Onésimo como sucesores en el obispado efesio. Allí San Pablo escribió su primera epístola a los Corintios y San Juan escribió su Evangelio y su primera carta. Fue allá también que San Ignacio de Antioquia es aclamado camino a las fieras que lo llevarían a la gloria del Martirio. En Éfeso, San Justino enseñó la Doctrina Cristiana y escribió las glorias del Redentor en armonía con el Antiguo Testamento en el Diálogo con Trifón. Hecho todavía más sublime, aún hoy, se venera allí la Casa de Nuestra Señora, donde vivió con San Juan cerca de quince años hasta su Asunción a los Cielos. Así, la ciudad escogida no podría ser más espléndida, admirable y simbólica.
Foto: Luis M. Varela |
La gloriosa Historia de Éfeso no había terminado. Además de este pasado glorioso, su nombre también marcaría la Historia de la Iglesia con un acontecimiento impregnado de piedad, esplendor y grandeza. Allá se daría el tercer Concilio Ecuménico: El Concilio de Éfeso. Llegada la fiesta de Pentecostés, los 66 obispos favorables a Nestorio tardaban en llegar al Concilio, tal vez por presentir la derrota. Pasados quince días de espera, por aclamación del pueblo impaciente y todavía con plenos poderes del Papa sobre la cuestión, San Cirilo de Alejandría, entró en acuerdo con el legado Papal, el Obispo Arcadio. Así, se iniciaba en un ostentoso ceremonial con 200 obispos de todo orbe católico la primera sesión del Tercer Concilio Ecuménico en la Iglesia de Santa María.
Los cronistas de la Época describen con entusiasmo el esplendoroso cortejo que marcó las decisiones del concilio. El pueblo acudió con antorchas para iluminar la magnífica procesión. El discurso de la primera sesión revela la devoción entrañada y fervorosa del Santo Obispo Cirilo a aquella que los Padres de la Iglesia proclamaron Madre de Dios.
Ya en la primera sesión, el concilio condenó la doctrina de Nestorio, deponiéndolo de la Sede de Constantinopla, además de excomulgar y exiliarlo, porque, infelizmente, permanecía obstinado. Proclamado el titulo de Madre de Dios la asamblea irrumpió en un aplauso, que algunas crónicas relatan de seis horas. Los Padres conciliares de Éfeso lanzaron los fundamentos de la Doctrina Católica definiendo que la naturaleza humana concebida por María Virgen no subsistía por obra de una persona humana, sino, por obra de la segunda Persona de la Santísima Trinidad. La unión de la segunda Persona Divina con la naturaleza humana se dio en el seno virginal de María, desde el primer instante de la encarnación del Verbo. Como toda madre es madre de una persona y la persona que María generó es la segunda persona de la Trinidad unida a la naturaleza humana, María puede y debe ser llamada Theotókos, Madre de Dios. No porque haya generado a Dios en la eternidad, sino porque en el tiempo generó al Hombre-Dios. Las naturalezas divina y humana no se vieron afectadas, unidas hipostáticamente en una sola persona divina. Jesús era enteramente Dios y Hombre.
De esta manera, un solo sujeto, la Persona divina del Verbo, era el agente de todo lo que Jesús hacía; Él resucitaba a los muertos, curaba a los enfermos, gobernaba la naturaleza mediante su naturaleza divina y sufría hambre, sed, fatiga, los efectos de las intemperies, así como la ignominiosa (infame) muerte, mediante su naturaleza humana. Al mismo sujeto se podía y debía atribuir todo lo que de humano y divino hacía Jesús, pues la persona que todo sustentaba, era una sola: la del Verbo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
Para celebrar la victoria de la ortodoxia en honor a la Santísima Virgen proclamada Madre de Dios en el Concilio de Éfeso, el Papa Sixto III dedicó en 431, la Basílica Liberiana de Santa María Mayor construida sobre el monte Esquilino por el Papa Liberio, después de eminentes milagros. La Doctrina del Concilio fue ratificada por los sucesores de Pedro y por diversos concilios ecuménicos posteriores. En 433, Juan de Antioquía y los obispos de Siria firmaron una profesión de fe donde reconocían la maternidad divina de María.
Después del Concilio de Éfeso, invocar a Nuestra Señora como Madre de Dios era más que una alabanza. En este título de la Santísima Virgen está concernido el auténtico significado de la Encarnación del Verbo. San Cirilo afirma que para confesar plenamente la Fe católica es preciso reconocer a María como Madre de Dios. La piedra llamada theotokos rechazada por Nestorio se convertía en Éfeso la piedra angular de la Doctrina Católica. Rezar a Santa María, Madre de Dios, implica reconocer en tres palabras toda la Fe Cristiana.
Del título de Madre de Dios proceden todas las glorias de la Santísima Virgen; es el fundamento de la Mariología. La maternidad de María concedida al discípulo amado a los pies de la Cruz y vivida discretamente en la Casa María en Éfeso es el pilar de la Doctrina Católica, la gloria de la Iglesia y el consuelo del cristiano que en las dificultades de la vida, seguro del auxilio infalible clama a aquella que es Madre de Dios y Nuestra.
Por Marcos Eduardo Melo dos Santos
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BIBLIOGRAFIA
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