Redacción (Miércoles, 22-12-2010, Gaudium Press) Se encuentra generalizada la idea de que la sociedad temporal existe solo para satisfacer las necesidades materiales del hombre. Ahora bien, este está compuesto de alma y cuerpo, en el cual el espíritu ocupa la primacía.[1] Por eso, la sociedad temporal debe también atender los anhelos espirituales del alma humana, aunque el aspecto sobrenatural pertenezca al ámbito exclusivo de la Iglesia. El hombre es, por naturaleza, un ser contemplativo, pues está destinado a ver a Dios cara a cara en la eternidad. Por tanto, ya en esta vida él debe ejercitar esta capacidad, reconociendo los reflejos de Dios en la obra de la Creación y, más aún, en los otros hombres, que son la imagen más perfecta del Creador en el universo visible.
El hombre podrá desarrollar la capacidad contemplativa, con mayor grado de perfección, en la convivencia humana y en la consideración de los bienes más elevados que son el resultado de la vida social, ya sean los ambientes, el arte, la cultura y la civilización. Estos son elementos característicamente espirituales producidos por la sociedad temporal, y que gran influencia tienen sobre el alma humana. Animando con el espíritu cristiano las realidades temporales, objeto de la contemplación más inmediata del hombre, el alma humana tendrá mucha más facilidad de elevarse hasta las verdades de la Fe. De esta forma, la intimidad con Dios no se restringe solo a determinados momentos reservados para las obligaciones religiosas, sino se extiende a todo el operar humano, tal como la respiración no se interrumpe en ningún momento de la existencia. Ella es natural, sin esfuerzo, continua y agradable.
La doctrina del Concilio Vaticano II, expresa en el Decreto Apostolicam Actuositatem, es igualmente clara al resaltar la importancia de la esfera temporal en el plan salvador de Dios:
La obra redentora de Cristo, que por naturaleza visa salvar a los hombres, comprende también la restauración de todo el orden temporal. De ahí que la misión de la Iglesia consiste no solo en llevar a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también en penetrar y actuar con el espíritu del Evangelio las realidades temporales. Por este motivo, los laicos, realizando esta misión de la Iglesia, ejercen su apostolado tanto en la Iglesia como en el mundo, tanto en el orden espiritual como en el temporal. Estos órdenes, aunque distintos, están de tal modo unidos en el único designio divino que el propio Dios pretende reintegrar, en Cristo, el universo entero, en una nueva criatura, de un modo incoativo en la tierra, plenamente en el último día. El laico, que es simultáneamente fiel y ciudadano, debe siempre guiarse, en ambos órdenes, por una única consciencia, la cristiana. (AA, n. 5)
Es importante resaltar aquí cómo el Concilio Vaticano II, aún en los días en que el asunto no había adquirido el debido destaque en los medios eclesiales, dio nuevo impulso al papel de los laicos en la Iglesia. En él se anticiparon los inmensos desafíos que el tercer milenio reservaba. Con efecto, uno de ellos es la «Consecratio Mundi». Casi se podría decir, caso la Iglesia no fuese inmortal, ser esta una cuestión de vida o muerte. Si en el siglo XXI la Iglesia no consiguiese influir en las realidades temporales con el espíritu cristiano, los errores y la mentalidad secularista de esta época podrían, en cierta medida, desacralizarla.
Delante de esta perspectiva, compete a los laicos celar para que los ambientes, el arte, las costumbres, las leyes y las instituciones, de alto a bajo en la escala social, estén todos impregnados del espíritu cristiano de forma que la obra redentora de Cristo produzca también sus efectos en la esfera temporal. Deberá ella reflejar, a su modo, la luz y el esplendor de aquel que subió a los cielos para «llevar todo a la plenitud» (Ef 4, 10).
Por Mons. Joao S. Clá Dias, EP
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[1] Cf. ARISTÓTELES. De Anima. L. II, lição IV. In: SÃO TOMÁS DE AQUINO. Comentario al libro del alma de Aristóteles. Buenos Aires: Fundación Arché, 1979, p. 170.
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