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¿Cómo explicar que Jesús fue Dios y Hombre? – I Parte

Redacción (Jueves, 06-01-2011, Gaudium Press) Es difícil imaginar, querido lector, la alegría y la felicidad interior experimentada por María Santísima, al aceptar la propuesta del Arcángel San Gabriel, hecha en la Anunciación. En efecto, la Virgen purísima de Nazaret se convirtió en la Madre del Redentor, del «Salvador», como significa el nombre Jesús. Se realizaba en su casto seno el sueño de toda mujer hebrea: ser la escogida por Dios para dar a luz al Mesías de Israel. Con un añadido: su tan amada virginidad permanecería intacta. Sería Ella la primera y única Virgen y Madre en la historia de la humanidad. Por fin, el largo y penoso período de espera llegó a su término: el pueblo electo recibía, en el silencio de la humilde casa de María, a Aquel por quien los patriarcas suspiraron, y a quien los profetas anunciaron, previendo inclusive, con lujo de detalles, tantos aspectos y minucias de su vida, sus sufrimientos y su gloria. Ocurriría así el acontecimiento central de la historia de la humanidad: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jo 1, 14), por la acción del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35) y por la plena aceptación amorosa y llena de Fe de María. Entretanto, ¿cómo explicar tan alto misterio? ¿Es posible que Dios se vuelva hombre sin dejar de ser Dios?

1603_M_fe698da36.jpg¿Puede alguien ser Dios y hombre al mismo tiempo?

La primera en recibir la «buena noticia» del grandioso misterio de la Encarnación del Verbo, fue Nuestra Señora. Las palabras del Ángel fueron explícitas y Ella, la «llena de gracia», debe haberlas entendido con preclara inteligencia. Por un lado, el mensajero celestial le dice: «concebirás y darás a luz un hijo» (Lc 1, 31), y, de otro lado, le anuncia: «será llamado Hijo del Altísimo» (Lc 1, 32). Lo que significa claramente, según nos explica San Beda, que el fruto de las entrañas de María sería verdadero hombre y verdadero Dios. Aún antes de recibir la visita del Arcángel, Nuestra Señora, agraciada con la plenitud de los dones del Espíritu Santo, debía explorar las Escrituras con finísima atención, comprendiendo ampliamente su significado. Antes que nada, es conjeturable que buscase componer la fisionomía moral del Mesías esperado. Es esta la opinión de San León Magno: «Dios elige una Virgen de la descendencia de David, y esta Virgen, destinada a llevar en el seno el fruto de una sagrada fecundación, antes de concebir corporalmente a su prole, divina y humana al mismo tiempo, la concibió en su espíritu».

Leyendo con María las profecías sobre la Encarnación

Ciertamente, de la lectura de los pergaminos conteniendo los trechos de las Escrituras, se habrá Ella impresionado vivamente delante de los anuncios gloriosos de los profetas respecto al Mesías esperado, como por ejemplo, al leer estas palabras de Miqueas: «Pero tú, Belén Efratá, pequeñita entre las aldeas de Judá, de ti es que saldrá para mí aquel que ha de ser el gobernante de Israel. Su origen es antiguo, de épocas remotas. […] Él se levantará para apacentar con la fuerza del Señor, con el esplendor del nombre del Señor su Dios» (Mq 5, 1-3).

También en Isaías encontraría Nuestra Señora trechos emocionantes y grandiosos: «Nació para nosotros un niño, un hijo nos fue dado. El poder de gobernar está en sus hombros. Su nombre será Maravilloso Consejero, Dios Fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz» (Is 9, 5). Sin embargo, lectora atenta de la Palabra de Dios, María Santísima no debe haber dejado de considerar otros aspectos del anuncio profético del Mesías. Aspectos estos quizá no tan comprendidos en su tiempo, pues muchos esperaban, sobre todo, un Mesías triunfador, un liberador político.

Entretanto, la Revelación era clara: «[Mi siervo] ha crecido ante Dios como un retoño, como raíz en tierra seca. No tenía brillo ni belleza para que nos fijáramos en él, y su apariencia no era como para cautivarnos. Despreciado por los hombres y marginado, hombre de dolores y familiarizado con el sufrimiento, semejante a aquellos a los que se les vuelve la cara, no contaba para nada y no hemos hecho caso de él. Sin embargo, eran nuestras dolencias las que él llevaba, eran nuestros dolores los que le pesaban. Nosotros lo creíamos azotado por Dios, castigado y humillado, y eran nuestras faltas por las que era destruido nuestros pecados, por los que era aplastado. El soportó el castigo que nos trae la paz y por sus llagas hemos sido sanados. Todos andábamos como ovejas errantes, cada cual seguía su propio camino, y Yavé descargó sobre él la culpa de todos nosotros.» (Is 53, 1-6).

3544_M_fe606ec60.jpgDelante de este panorama tan complejo, ¿cómo sería entonces el Mesías, el esperado de las naciones? Por un lado, grande y potente, llamado «Dios Fuerte», con mando y gobierno, pero, de otro lado, hombre de dolores, víctima de expiación de los pecados de los hombres. ¿Cómo se realizarían estos extremos, aparentemente contradictorios, en la misma persona?

En la convivencia con el Hombre Jesús

Para Nuestra Señora este enigma debe haberse tornado paulatinamente más claro después de concebir al Dios humanado y convivir con Jesús. El niño que «crecía y se fortalecía, lleno de sabiduría» (Lc 2, 40), daba pruebas irrefutables de ser hombre verdadero, y, al mismo tiempo, Dios verdadero. Así, el mismo niño que se alimentaba y dormía como todos los otros, al ser interrogado por sus padres, en el episodio de la pérdida y el encuentro en el Templo de Jerusalén, por qué se había separado de ellos, responde de forma sorprendente: «¿Por qué me buscabas? ¿No sabéis que yo debo estar en aquello que es de mi Padre?» (Lc 1, 49). Nuestra Señora guardó estas palabras en su corazón (cf. Lc 1, 51). Y, durante los treinta años de vida oculta, ¿qué conversaciones no habrán tenido, al caer la tarde, entre San José, Nuestra Señora y Jesús, respecto a la Persona y la misión del Hijo de Dios hecho Hombre?

Entretanto, las silenciosas paredes de la Santa Casa de Nazaret -ahora venerada en Italia, en la ciudad de Loreto- ¡son los únicos testigos mudos de esta convivencia íntima de la Sagrada Familia! En la vida pública de Jesús -acompañada con discreción por Nuestra Señora- Nuestro Señor se reveló claramente delante de los apóstoles, de los discípulos y del pueblo como Hijo de Dios e Hijo del Hombre. En efecto, los Evangelios nos narran que Jesús tuvo hambre (cf. Mt 4, 2) y durmió (cf. Mt 8, 24), que, en medio del camino, se sintió cansado (cf. Jo 4, 6), y delante de la tumba de Lázaro lloró de pena por la pérdida del amigo muy amado (cf. Jn 11, 35). Y, en el auge de estas pruebas de su humanidad, nos cuenta San Mateo, cómo delante de la sombría perspectiva de la pasión, su alma sintió una tristeza de muerte (cf. Mt 26, 37-38). Actitudes y sentimientos estos que caracterizan su verdadera y completa naturaleza humana.

¿Y su Divinidad?

Son prolijos también los testimonios de las Escrituras. En el Evangelio de San Juan, Cristo declara delante del pueblo reunido que Él y el Padre son uno (cf. Jn 10, 30). En San Mateo encontramos la feliz declaración de Fe de Pedro, ratificada por Jesús: «Y vosotros, retomó Jesús, ¿quién dices que soy yo? Simón Pedro respondió: tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Jesús entonces declaró: Feliz eres tú, Simón, hijo de Jonás, porque no fue la carne y la sangre quien te reveló eso, sino mi Padre que está en el cielo». (Mt 16, 16-17).

1293_M_9dedbc7.jpgA estas afirmaciones claras se debe juntar la consideración de los hechos de su vida. Jesús demostró ser el Hijo de Dios por el poder y la autoridad propia con que realizó innúmeros milagros. Puso en evidencia tener un dominio absoluto sobre enfermedades, en la época totalmente incurables, como la Lepra (cf. Lc 17, 11-19) y la parálisis (cf. Jn 5, 1-9), inclusive, sobre la misma muerte resucitando, por ejemplo, al hijo de la viuda de Naím (cf. Lc 7, 11-17). Le obedecían las fuerzas de la naturaleza.

Basta recordar, en este sentido, la multiplicación de los panes y los peces (cf. Mt 14, 13-21) y la furiosa tempestad calmada con una orden suya (cf. Mt 8, 23-27). Pero el evento en el cual Él muestra de forma más patente su divinidad, fue en su Resurrección. Primero, profetizándola (cf. Mt 20,19), y después cumpliendo estrictamente su propia previsión: «Nadie me quita la vida, sino que yo la doy por propia voluntad. Yo tengo poder de darla, como tengo poder de recibirla de nuevo. Tal es el encargo que recibí de mi Padre» (Jn 10, 18) Después de la consideración atenta del testimonio infalible de las Escrituras, todavía nos resta la pregunta: Sí, creemos que Jesús es Dios y hombre verdadero pero, ¿cómo explicar esta realidad?

Por el P. Carlos Werner Benjumea, EP

(Próxima entrega: Cómo se explica el misterio de la Encarnación)

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