Redacción (Viernes, 06-01-2011, Gaudium Press)
Cómo explicar el misterio de la encarnación
Sabemos, según nos enseña San León Magno, que «el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, sobrepuja toda inteligencia y transciende todos los ejemplos que se podrían utilizar». Sin embargo, gracias a la Divina Revelación y bajo la dirección del Espíritu Santo, la Iglesia, si no llega a comprender o abarcar todo el misterio, lo ha formulado con precisión, lejos de todo error.
Al inicio del cristianismo, cuando la doctrina de los apóstoles fue recibida en el mundo griego, se inició la tentativa de traducir, para las categorías propias de la filosofía, el contenido de la Revelación. En este proceso, algunos se desviaron de la verdad, defendiendo doctrinas erróneas, mediante las cuales buscaban hacer encajar dentro de los estrechos límites de la razón humana el misterio de Dios humanado. Las dificultades encontradas por los estudiosos de las Escrituras, respecto a la comprensión del misterio se cifraban, principalmente, en dos tendencias opuestas, descritas a seguir a grandes rasgos. Algunos, teniendo dificultad en comprender cómo en una misma persona pudiesen coexistir dos realidades, Dios y hombre, quisieron proponer, como resultado de la Encarnación, una única persona, en la cual estarían mezcladas las cualidades divinas y humanas. Otros, distinguiendo perfectamente la humanidad de Cristo y su Divinidad, y no logrando explicar cómo estas dos naturalezas podrían coincidir en la misma persona, propusieron que Cristo era unido a Dios como todos los santos lo son, mediante la gracia y la morada. Concluyendo erróneamente que se trataba de dos personas distintas, una divina y otra humana, la cual sería adoptada por Dios de forma especial.
La voz de la Iglesia a través de los Papas y los concilios
La Santa Iglesia de Dios, situándose en el centro de ambas posiciones, a través del V Concilio ecuménico, confiesa la unión de Dios Verbo con la carne, según la unión de composición, o sea, según la hipóstasis. Hipóstasis es un término griego que deriva del verbo sustentar, pues toda naturaleza racional no existe por sí misma sino sustentada por una persona. Ahora, la naturaleza humana de Cristo era sustentada por la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia convocó los concilios ecuménicos, en los cuales fue declarada y explicitada, en términos cada vez más precisos, la verdad sobre la encarnación del Hijo de Dios. El primero de estos grandes Concilios se realizó en Nicea (año 325). Allá los padres compusieron el Credo que, con algunos detalles añadidos en el Concilio de Constantinopla (año 381), se recita en nuestras misas dominicales. He aquí un trecho significativo del credo niceno: «… [Creemos] en un solo Señor, Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios, nacido del Padre, esto es, de la substancia del Padre, […] engendrado no creado, consubstancial al Padre, por Quien fueron hechas todas las cosas […], que por nosotros hombres y por nuestra salvación, descendió de los cielos y Se encarnó y Se hizo hombre, padeció y resucitó…».
Años más adelante, en el Concilio de Éfeso (año 431), quedará todavía más clara la cuestión de la Encarnación. Los padres conciliares aclaran que en Cristo hay dos naturalezas -la divina y la humana- unidas, sin confusión, en la Persona única y divina del Verbo.
En la carta escrita por San Cirilo de Alejandría al hereje Nestorio, leída y aprobada por los padres conciliares, así explica el gran patriarca la doctrina cristiana: «Y aunque sean distintas las naturalezas, unidas entretanto por una verdadera unión, de esta unidad resulta un solo Cristo e Hijo; no que se suprima, por la unión, la diferencia de naturalezas, sino porque la divinidad y la humanidad, en esta misteriosa e inefable unión, constituyen para nosotros, un solo Señor, y Cristo, e Hijo» .
Y el patriarca Juan de Antioquía, entonces pastor de esta ciudad, así formuló la misma Fe en términos aceptados plenamente por San Cirilo y por la Iglesia. Confiesa él que Cristo es, al mismo tiempo, «perfecto Dios y perfecto hombre», engendrado por el Padre desde todos los siglos, esto es, desde la eternidad, antes del tiempo, y «en los últimos tiempos, por nosotros y por nuestra salvación», nacido de la Virgen María según la humanidad. De esta confesión de Fe se destaca una afirmación bellísima: Jesús es «consubstancial al Padre según la divinidad y consubstancial a nosotros según la humanidad». Para el patriarca Juan, la unión de la divinidad y de la humanidad se da sin confusión, de forma que la divinidad en nada queda disminuida por la humanidad, ni esta última absorbida por la divinidad.
Pero fue en el Concilio de Calcedonia (451), con la asistencia de 600 obispos, donde, gracias al genio del Papa San León Magno, la doctrina de la Iglesia alcanza un auge de explicación respecto a este misterio, distinguiendo claramente, en la Persona del Verbo encarnado, dos naturalezas íntimamente unidas, pero sin confusión: «Se debe reconocer un solo Cristo Señor, Hijo Unigénito, en dos naturalezas, sin confusión, inmutables, indivisibles, inseparables, de ningún modo suprimida la diferencia de las naturalezas por causa de su unión, sino salvaguardada la propiedad de cada naturaleza y confluyendo en una sola Persona, no separado o dividido en dos personas, sino uno solo y mismo hijo Unigénito, Dios-Verbo …». Por tanto, Cristo es Dios, con el Padre y el Espíritu Santo, desde toda la eternidad, y, hombre verdadero, pues unió a su persona la naturaleza humana completa, capaz de conocer y amar como hombre, capaz de sentir y sufrir hasta la muerte.
Encarnación, el amor pide el amor
Delante de tan gran misterio, los cristianos deben dar infinitas gracias a Dios por su bondad. El Hijo de Dios, descendió a la tierra, en el seno purísimo de la siempre Virgen María, para salvar y rescatar al hombre, abriéndole las puertas del paraíso cerrado y haciéndonos partícipes de la familia de Dios. ¡Es una verdad altamente conmovedora! Como diría Santo Tomás: «Cristo asumió un cuerpo animado, y se dignó nacer de la Virgen, para entregarnos su divinidad; se hizo hombre, para hacer el hombre Dios». Por eso, delante del misterio de la Encarnación, debemos tener presente el grandísimo amor de Dios para el género humano.
En este sentido, nos exhorta Santo Tomás: «… ningún indicio es más evidente de la caridad divina que el de Dios, creador de todas las cosas, hacerse criatura; el del Señor nuestro, hacerse nuestro hermano; el del Hijo de Dios, hacerse hijo de hombre. Se lee en San Juan (Jn 3, 16): tanto amó Dios al mundo, que le dio Su Hijo. Por la consideración de esta verdad, debe ser reavivado, y de nuevo en nosotros enfervorizado nuestro amor hacia Dios».
Por el P. Carlos Werner Benjumea, EP
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